Espero con preocupación los primeros fríos otoñales. Me inquietan porque cada año laminan una forma de vivir, mirar y creer que está desapareciendo sin percatarnos, ciegos de fatuidad con gafas de realidad virtual que recrean mundos que no existen. Y los espero con congoja porque me imagino a esos hombres y mujeres, ancianos todos ellos con los que me he topado este verano guardando y mimando esos tesoros románicos que atesora el norte de Palencia, también temerosos del frío.
Con ellos desaparece un mundo apegado a tradiciones y creencias que no volverá. Allí, pero no solo, será difícil ver procesionar a santa Bárbara, sustituida por los seguros agrarios.
Pero me alegra comprobar que siguen contando para la Iglesia, aunque los curas tengan que ingeniárselas para multiplicarse y atender mil y un núcleos rurales, soportando también fríos y nieves.
En Moarves de Ojeda, por ejemplo, su iglesia no solo luce un imponente pórtico, sino que en el interior el párroco les ha apañado una pequeña capilla sixtina. Es una modesta estancia bajo el coro, cerrada con madera y cristal y pertrechada con una estufa de butano donde, cuando llegan los fríos, “escuchamos misas los seis que quedamos”, me cuenta el anciano de 76 años que la muestra casi con tanto orgullo como la talla de la Virgen de la Encina, a la que bajaron desde la ermita cuando detectaron por allí a Erik el Belga…
Esa capilla sixtina es signo de aprecio a los mayores, como nos pide Francisco, que habla de “despertar el sentido colectivo de gratitud, de acogida que haga sentir al anciano parte viva de su comunidad”. Y eso, tan difícil de apreciar en una sociedad que venera la juventud, se percibe aún en estas aldeas.
Como en la parroquia de Perazancas, donde tres cojines con vistosas fundas ganchilladas esperan primorosamente alineados en un banco a que sus dueñas se sientan como en su casa.
Publicado en el número 3.005 de Vida Nueva. Ver sumario