MARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid
En verano de 2001 viajé a Calcuta. Hacía años había leído La ciudad de la alegría, la famosísima obra del escritor francés Dominique Lapierre, y al terminarla pensé que, cuando mis hijos fueran un poco mayores, iría. La acción del libro transcurría en un slum –suburbio– de los más pobres de la ciudad. Pese a la miseria de la gente que lo habitaba, sus personajes tenían los mejores sentimientos humanos: la solidaridad, la esperanza, la fortaleza, el sacrificio, la espiritualidad y la alegría.
Iba sola a Calcuta, sin conocer a nadie y sin ningún contacto previo. La Madre Teresa había muerto ya, pero pensé que en su comunidad podría encontrar todo lo que Lapierre había sabido transmitir a sus millones de lectores. Quería ayudar, como decía la Madre Teresa, a “los más pobres de entre los pobres”. Volé hasta Londres para tomar el vuelo a la India. Era de noche y en el aeropuerto se me acercó una señora, alta y elegante, que me preguntó si iba a Calcuta. Ante mi respuesta afirmativa, me dijo: “Tienes un cierto parecido con la Reina de España, que era amiga de la Madre Teresa, y te pido que durante el vuelo te ocupes de la hermana Nirmala, que es su sucesora”.
Me llevó junto a ella, que me recibió con una sonrisa. Durante el viaje fui de vez en cuando a verla. Algunas veces leía una especie de breviario, otras rezaba y otras dormitaba. El encuentro con la superiora, que había rechazado el nombramiento de ‘Madre’, como exclusivo de su antecesora, me facilitó la llegada, tanto los largos trámites del aeropuerto como la ida a la ciudad, ya que fui con las monjas que habían venido a recibirla.
El primer día me resultó de especial dureza. Tras la misa de 6 en la Mother House, los voluntarios elegíamos dónde ir. Yo había leído que un moribundo le había dicho a la Madre Teresa: “He vivido toda mi vida como un perro y, gracias a usted, voy a morir como un ser humano”. Y pensé que sería hermoso acompañar a la gente a morir. Por eso decidí ir a Khaligat, junto al templo de la diosa Kali, donde la Madre Teresa había fundado la casa para los moribundos. Mi primera sorpresa fue que no hubiera ninguno; había gente postrada en las camas, que “resucitó” rápidamente cuando llegó la gran perola de arroz que comían con las manos.
Probablemente fue una casualidad que ese día no hubiese moribundos, pero yo no volví más. Primero, tuve que curar el recto de una mujer a la que le sangraba. Luego, una enfermera alemana me ordenó quitarle con unas pinzas a un anciano los gusanos que le salían de una herida en la cabeza. Aún recuerdo el hedor. Yo creí que podía soportar todo, pero empecé a conocer mis límites. Al día siguiente, me fui a Daya Dan, a cuidar a niños abandonados, ciegos y paralíticos cerebrales. Fue terrible, ver sufrir a esos pequeños, tan indefensos, tan necesitados de cariño que no se despegaban de tus brazos.
Recuerdo todo esto con motivo de la pasada canonización de la Madre Teresa (aunque yo dejé de creer en esos procesos cuando alguien poco santo, a mi juicio, entró en el “catálogo”). Se ha dicho, sin razón, que Teresa de Calcuta “amaba más a la pobreza que a los pobres” Es cierto que las hermanas no quieren recibir nada que no posean los pobres (yo estaba empeñada en comprar una lavadora entre todos los voluntarios, para no perder horas frotando sábanas y dedicar todo el tiempo a los niños, pero su respuesta siempre era: “Eso no lo tienen los pobres de Calcuta”).
La nueva santa tocó, curó, abrazó siempre a personas concretas, a los desheredados de la tierra, en los cuales veía la imagen de Cristo doliente.
Publicado en el número 3.006 de Vida Nueva. Ver sumario
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