PABLO d’ORS | Sacerdote y escritor
Dios nace en Belén, donde menos se esperaría: en la población más pequeña y olvidada. Dios sigue naciendo donde nadie lo imaginaría, pero no solo socialmente, sino también donde menos lo esperaríamos de nuestro corazón. Esa zona oscura de la que nos avergonzamos es probablemente donde Dios está queriendo nacer en ti. Meditar es entrar en esa zona. Nuestra noche interior, personal y colectiva, es el escenario en que quiere nacer la Luz.
La gente de Belén no recibe a la Sagrada Familia. Nosotros somos como esas gentes cuando cerramos la puerta a las novedades, nos agarramos a las tradiciones y las fosilizamos. El mundo se resiste al nacimiento de lo Nuevo. Meditar es tener el coraje de abrirse a lo naciente.
Nace un Niño, un ser pequeño e indefenso. Pero ese Niño será el Salvador del mundo. También lo que nace en nuestra conciencia cuando meditamos es aparentemente insignificante. Pero si un niño que nace puede ser la alegría de la casa, una luz que se enciende en la conciencia puede ser la alegría del corazón.
La Virgen y san José están estupefactos. No solo maravillados de lo guapo que es su pequeño (eso sería un placer estético); ni meramente ilusionados con él (una emoción afectiva); sino estupefactos ante el milagro que les ha sobrevenido. Su actitud es contemplativa: miran atenta y amorosamente al que ha venido. No quieren comprender el misterio, solo lo gozan y adoran.
Mientras esto sucede, en el cielo empieza a brillar una estrella. No hay movimiento del alma, por pequeño que sea, que no tenga una resonancia en el universo. Si un corazón empieza a colocarse en su sitio, el mundo se beneficia por ello. ¿Cuánta luz hay en mi vida? es una buena pregunta para estas navidades. ¿Cuánta luz voy a permitir que haya?, una pregunta aún mejor.
Los primeros que se enteran de este acontecimiento son la mula y el buey. ¿Cómo te imaginas el cielo?, me han preguntado en alguna ocasión. Y yo: como cuando Láska, mi perro, me recibe cada vez que llego a casa. Nunca nadie me ha hecho una fiesta más afectuosa. La mula y el buey fueron para Jesús algo así como Láska para mí.
Pero los primeros que ven la estrella son los pastores, que en aquella sociedad judía no eran considerados solo pobres e incultos, sino impuros. La noticia del nacimiento de un Salvador solo pueden entenderla los que necesitan un salvador; si lo tenemos todo solucionado, difícilmente entenderemos de qué va todo esto. En la meditación no huimos de nuestras impurezas o imperfecciones, sino que las miramos a la cara y las atravesamos.
Por último, los magos, que no son solo los sabios, sino los paganos. Cristo nace en el pueblo judío, pero quienes primero le reconocen no son sus compatriotas, sino los extranjeros. Me pregunto si en la Iglesia no necesitaremos la luz de de los de fuera para entender el misterio de Cristo. Si no hemos domesticado a nuestro Maestro. Si no le hemos puesto el copyright y nos creemos que es propiedad privada en lugar de patrimonio de la humanidad. Porque Cristo no nace solo para los cristianos, sino para todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Navidad es una invitación a que Jesús nazca no solo en la cuna de Belén, sino en la de nuestro corazón. A entrar en nuestro portal, en nuestra noche oscura. A no agarrarnos a nuestras seguridades, sino a apostar por lo que quiere ir abriéndose camino. A atender a todo lo pequeño que despunta en nosotros, por insignificante que pueda parecer. Una invitación también a tener la actitud contemplativa, de estupor ante la maravilla, de María y de José. A reconocer las muchas estrellas que lucen en nuestra sociedad: personas que nos iluminan y hacen que el mundo sea mejor. A no combatir contra nuestra impureza o imperfección, sino a encender la luz. Una invitación, en fin, a acoger al forastero, al distinto, al que piensa diferente, al que es de otro partido, de otra clase social, de otra religión.
Publicado en el número 3.014 de Vida Nueva. Ver sumario