Subía ensimismado las escaleras del museo cuando pisó un campo minado de pelusas. “¡Uy, perdone!”, dijo a la limpiadora, que seguía con la mirada fija el azote de la escoba en el rellano. “Usted no tiene que pedirme perdón. Tendrían que hacerlo quienes me pagan a cuatro euros la hora”. Baño de realismo antes de ver a los impresionistas y con una sensación surrealista por lo escuchado en la sede de una fundación financiera que dice preocuparse por la gente.
Ahí estaba, flotando entre el polvo, la respuesta a quienes buscan en la posverdad las causas de tanto sinsentido. Una posverdad cíclica que, con menos sofisticaciones, lleva en la base de los conflictos desde siempre: la explotación del prójimo hasta la desesperación.
¿Formaba parte esa mujer de alguna rama de las Kellys, ese movimiento de limpiadoras de hoteles que se han unido para denunciar sus degradantes condiciones laborales en un sector –el turístico– que no ha dejado de crecer? Difícil hacerles creer a todas ellas, y a varios millones de compatriotas, en la regeneración política, social y económica con 600 euros al mes, menos que el salario mínimo que se acaba de pactar como si fuera el logro del siglo.
Complicado hacerles ver que son carne de un populismo multicolor cuando no se tiene asegurada la subsistencia ni la de esos hijos criados con tanto esfuerzo y que han tenido que emigrar o volver a casa, a pesar de un par de títulos universitarios. Como a ese votante blanco y cabreado de Estados Unidos, Gran Bretaña o Austria, les valen de muy poco los discursos de un futuro mejor cuando el presente sigue muy cuesta arriba.
El desprecio al que este sistema “terrorista”, como lo definió el papa Francisco, los somete a todos ellos está transformando el mundo. Pero estas personas ya estaban fuera de él. Y la Iglesia, como pide el Papa, tiene que ayudarlas a volver a un mundo mejor.
Publicado en el número 3.015 de Vida Nueva. Ver sumario
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