El hijo prodigo regresa a casa, donde el obispo lo acoge con los brazos abiertos. No hay esta vez fiesta de bienvenida, porque los excesos no son para celebrar y la misericordia, aun siendo sincera, pese a que a algunos les sepa a poco, ha señalado como camino de entrada la puerta de servicio.
Y servicio es lo que se le pide ahora al hijo pródigo para reponerse de una borrachera de autoestima, como la diagnostica otro pastor, tras un viaje lleno de tentaciones por las azoteas vaticanas sin que, al contrario que Jesús en el alero del templo, fuese capaz de resistir a las insinuaciones del poder y la gloria mundanas, revestidas de ropajes, fajines y dignidades de quita y pon.
De nuevo en la casa, la misma sensibilidad y cercanía para no ahondar en la herida causada por el fatal tropiezo, pero también estrecha vigilancia para “cuidar y curar”, si es que realmente se puede y se quiere.
El plan de acogida pasa por volver a empezar desde abajo, con la atención y el cuidado puesto en los más sencillos y auténticos para, quizás, contagiarse de la gratuidad y redescubrir el gozo de la entrega sincera, sin esperar pagos ni honores que no corresponden o proceden.
En otros contextos tiene difícil comprensión esta actitud, aunque el fondo es el mismo deseo de rehabilitar a la persona. Aunque a veces se pueda tener la sensación de que no todos los que se puedan equivocar en un momento dado van a ser considerados hijos pródigos ni siquiera en las dependencias del humilde salón parroquial. Pertenecer al orden sagrado sigue imprimiendo carácter y hay laicos a los que todavía se les cierran las puertas para dar conferencias o cursos por tropiezos mucho menos sonados.
En todo caso, seguimos avanzando. No hace tanto, las borracheras de prepotencia no las mandaban a los tribunales, sino al piso de arriba. Bienvenido, pues, a casa.
Publicado en el número 3.021 de Vida Nueva. Ver sumario