JESÚS SÁNCHEZ ADALID | Sacerdote y escritor
Ya antes de que se hiciera público el nombre de quién dirigirá Estados Unidos los próximos cuatro años, el mundo expresaba su angustia por la estrambótica figura del candidato Donald Trump; su agresividad, su poca mesura, sus extravagancias… Y luego, como si nadie considerase siquiera la posibilidad, cobraron realidad los temores. A las pocas horas de que iniciara su gestión, parecía que penetrábamos en un tiempo irreal. Y en los últimos días domina la sensación de que nadie sabe muy bien qué esperar.
Trump no dudó en su campaña de calificar a los mexicanos de “violadores y criminales”, planeando deportar a inmigrantes; atacó al Tratado de Libre Comercio de América del Norte; aseguró que mandaría construir un muro, costeado por México; y prometió sacar a Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica. ¿Será solo un perro ladrador? ¿Qué resultará del choque entre sus pretensiones y la realidad?
Desde una perspectiva superficial, no se puede negar que Trump resulta divertido como desnudo objeto mediático. Da mucho juego para rellenar horas de análisis simplones; su vis cómica es innegable. Y en el frívolo ambiente tuitero es un recurso ideal. Hasta se olvida lo que representa para el orden establecido en el mundo. Pero hay verdadero peligro en el racismo de sus declaraciones, en las maneras autoritarias, en el machismo y en la islamofobia. Lo que vemos perplejos no es una sátira: es la cruda realidad.
Y resulta que esta realidad deja al hombre de hoy desconcertado. Porque, debido a la exacerbación de la racionalidad tecnológica y a la imposición del positivismo y el cientificismo, falta lo que ayuda a reflexionar sobre el mundo en que vivimos para comprenderlo. Es como decir: “Esto no puede estar pasando”, y pensar que hay un mecanismo para devolver todo al orden de la cordura. Se olvida que el mal es un interrogante abierto que hace tambalear nuestra existencia. Es decir, un escándalo; algo que cuestiona la realidad y que necesita ser comprendido. En fin, algo ante lo que se siente impotencia, como un misterio al que dar luz y buscar salida. Cuando el misterio es eso: misterio, que no permite un análisis empírico.
Esa incertidumbre secular forma parte de la historia. No todo puede ser controlado. Hay variantes irracionales que aparecen misteriosamente y que no cobran sentido sino en la dimensión escatológica. La referencia al futuro absoluto y transcendente desde la historia está envuelta en misterio que no puede despejar el hombre solo con su esfuerzo. Como es misterioso todo lo que se refiere a nuestro origen y lo que atañe al destino final. Por eso, la confianza en Dios es objeto de revelación en Cristo y de reflexión por parte de la fe-esperanza del cristiano.
Hallemos algo de luz en el pasado. Al acabar el primer siglo, el papa Clemente Romano lanzaba esta oración: “Concédeles, Señor, la salud, la paz, la concordia, la estabilidad, para que ejerzan sin tropiezo la soberanía que tú les has entregado. Eres tú, Señor, rey celestial de los siglos, quien da a los hijos de los hombres gloria, honor y poder sobre las cosas de la tierra. Dirige, Señor, su consejo según lo que es bueno, según lo que es agradable a tus ojos, para que, ejerciendo con piedad, en la paz y la mansedumbre, el poder que les has dado, te encuentren propicio” (Epistula ad Corinthios, 61, 1-2).
Publicado en el número 3.023 de Vida Nueva. Ver sumario