Un libro de Dolores Aleixandre (PPC). La recensión es de Víctor Herrero de Miguel, OFMCap
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Título: Mientras llega el verano
Autora: Dolores Aleixandre
Editorial: PPC
Ciudad: Madrid, 2016
Páginas: 278
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VÍCTOR HERRERO DE MIGUEL, OFMCap | En uno de sus aforismos, Emil Cioran escribe: “Si creyera en Dios, me pasearía desnudo por las calles”. Si aceptamos que la conjunción de paseo y desnudez constituye un parámetro para calibrar la fe, entonces, la de la autora de este libro es grande. Las páginas de Mientras llega el verano –obra en la que PPC reúne más de cien artículos breves que Dolores Aleixandre ha ido publicando en diferentes revistas– son, en gran parte, la crónica desnuda de sus paseos por el mundo. Se trata de viajes en el espacio y en el tiempo, de desigual extensión: algunos no van más lejos de lo que ocurrió ayer en las calles de su barrio, otros nos transportan a lo acaecido, hace años, frente a las fuentes de los templos de Kioto o sobrevolando las cumbres nevadas de los Andes.
Hay algo que cose y mantiene unidas todas las páginas de la obra: la mirada, llena de inteligente amor, de quien está tras ellas. A la forma de mirar el mundo de la escritora le sientan bien las palabras con las que Jorge Guillén explica el oficio del poeta: “Basta ver bien lo que se ve y se transcenderá la simple apariencia, que nunca es simple. Hay que aplicarse amorosamente a lo que se ve para llegar a lo que no se ve: el conjunto y su intención”.
El libro está lleno de poesía, y no solo porque, diseminados en su interior, encontremos poemas de grandes poetas actuales (Sánchez Rosillo, González Iglesias, Jiménez Lozano, Szymborska o Cardenal), sino porque la escritura de Dolores Aleixandre es –quizás por el hado de su apellido– profundamente poética, o dicho mediante tres adjetivos: sencilla, bella y directa. Contándonos lo que ve en los acontecimientos de su propia vida o en la pantalla de los cines que frecuenta y en las páginas de los libros que lee, nos regala la intuición de lo que no se ve, que es mucho y muy bueno.
Estas crónicas de cómo lo maravilloso se encarna en lo cotidiano tienen como tema central al Dios autor de maravillas, para quien Aleixandre inventa nombres (el Imprevisible, el Divergente, el Rarísimo) y descubre consuelos (el alivio de descansar de tanto “omnipotente” y “eterno”). Junto a Él, y como aquel que a Él nos lleva, destaca la presencia de Jesús, aquel que nació “en un pueblo perdido que ni siquiera aparece en la Guía Michelín”, y de quien vemos subrayada su ternura sanadora, su opción por la intemperie (“perteneció al colectivo de los que carecen de estrategias para proteger lo suyo y no consiguen entender las bondades de lo privado”), su humanidad honda y cálida, su paso por la vida “en clase turista”. La mirada al Padre y al Hijo se complementa con la dirigida al Espíritu.
No me resisto a transcribir esta descripción (inspirada en Gal 5, 22-23) de quien se deja guiar por él: “Es alguien capaz de amar de verdad, no pierde la alegría, mantiene la paz, tiene una respiración larga, es amable y buena persona, mantiene la palabra dada, tiene aguante y capacidad para ser señor de sí mismo”. Se trata de una propuesta de una hermosa humanitas christiana.
Algunas virtudes
De entre las muchas virtudes de este libro, quisiera subrayar algunas. En primer lugar, el hecho de que esta silva de varia lección deje, tras su lectura, un poso de serenidad y confianza en la bondad del mundo. Es algo que ocurre con aquellos autores que, en la balanza de la vida, saben darle más peso a un gramo de luz que a muchos kilos de sombra.
En segundo término, e insistiendo en la imagen luminosa, la que Dolores Aleixandre emana es, valiéndonos del verso de fray Luis de León, una luz no usada: contemplando las cosas de siempre, puede descubrir realidades nuevas. Véanse, entre otras páginas, las que figuran bajo el título de Elogio de lo inacabado, una preciosa apología de lo fragmentario y lo imperfecto, una oda a las “criaturas incompletas, domiciliadas aún en el día sexto, inquilinas de lo penúltimo”, o sea, a todos nosotros.
Por último, aunque no es la última de las virtudes de la obra, asombra que ninguno de los asuntos importantes que se abordan arroje sombra alguna de gravedad. Es algo al alcance de algunos: aligerar la carga sin mermar el peso. Es lo que vemos que ocurre en el tratamiento de temas relativos a la política (Paseos galácticos, Ciencia infusa), la tecnología (Burbujas infinitas), la situación de la mujer (El peligroso síndrome del diez), la desigualdad Norte-Sur (Quizá), la teología de la historia (Escuchar a Haendel) o la interpretación de la Escritura, aspecto presente aquí y allá.
Si la autora nos insta a emplear los dedos en actividades preciosas como “persignarse despacio, amasar el pan o ir recorriendo el surco de las arrugas de un rostro anciano”, yo invito a los lectores a que acaricien con los suyos las páginas de este libro.
Publicado en el número 3.024 de Vida Nueva. Ver sumario