En Patria –libro del año que debería ser de lectura obligada, y no solo en las ikastolas–, Fernando Aramburu destroza sin piedad la retórica del silencio sobre el terrorismo etarra para mostrar cómo se puede degenerar, en un plis plas, en la barbarie. Basta una pintada con un nombre para empezar a morir en tu edificio, en tu barrio, en tu pueblo, antes de que nadie dispare un tiro.
Salvando las distancias, es lo que le está pasando a Francisco, por más que algunos le quiten hierro al asunto. Los pasquines con su imagen que han aparecido en Roma criticando sus actuaciones o los envíos por correo electrónico de portadas falsas de L’Osservatore Romano donde se mofan de él y ahondan en la imagen de desconcierto generalizado que estaría viviendo la Iglesia bajo su pontificado, son la plasmación grotesca del movimiento encabezado por algunos cardenales.
Pero no solo se están tirando al monte estos purpurados, un número mayor de curiales romanos u obispos que hibernan sus reformas mientras entonan el tictac, tictac, sino también fieles a los que se les tambalean seguridades más asentadas en la magia que en el Evangelio. Cada vez hay más cartas a los medios en contra del Papa firmadas por quienes antes cargaban contra Küng, Boff, los curas secularizados o las guitarras en las misas. Todos ellos tienen en común compartir una patria eclesial paralela solo apta para cristianos viejos.
Para redondear lo grotesto, Donald Trump quiere levantar un muro dentro de los muros vaticanos para aislar a Francisco y apoyar a los cardenales que, como su compatriota Burke, más se han significado contra el papa argentino. No lo dice un pasquín, sino The New York Times. Alivia saber que el vetusto sistema de recuento en el cónclave no puede ser hackeado por él ni por Putin..
Publicado en el número 3.024 de Vida Nueva. Ver sumario