El recelo con el que aún ciertos partidos contemplan la enseñanza de la Religión parece abocar a esta asignatura a estar siempre al albur de la voluntad política. Una voluntad que puede tener los días contados si los actores más radicales de la llamada nueva política consolidan sus posiciones e, incluso, alcanzan cotas de gobierno a nivel estatal. Su actuación en las comunidades donde han pillado cacho es un claro aviso para navegantes.
Quienes están participando en los trabajos para el Pacto Educativo son pesimistas con respecto a que el tema de la clase de Religión sea consensuado. Es un asunto fuertemente idelogizado y sobre el que no se quiere entrar en razones, en buena medida porque desconocen que las haya de peso para cambiar el punto de vista.
Un grave error que denota una profunda cortedad de miras de la clase política a la hora de la gestión pública, pues aunque los nuevos jacobinos desprecien las creencias religiosas, la fe sigue impregnando la vida de millones de personas, y haciéndolas en muchos casos mejores, también en Europa.
Por eso sería otro error de las mismas proporciones pretender defender la Religión en la escuela pública agarrándose solo a acuerdos, por más internacionales que sean, o a disposiciones legales, por más refrendadas que estén por la Constitución. Acuerdos y leyes, lo vemos todos los días sin salir de casa, están hechos para ser denunciados, cambiados, reformados, e incluso incumplidos, vieja práctica actualizada por la flamante “doctrina lenteja”.
Tal vez haya llegado el momento de poner en valor la aportación de la Religión a la sociedad (y no solo la católica), en la misma línea que se está haciendo en otros países europeos. A estas alturas, se trata también de seducir, de convencer de que la apuesta que late tras la Religión es un buen servicio a la sociedad y a la democracia. ¿Nos atreveremos?
Publicado en el número 3.027 de Vida Nueva. Ver sumario
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