JESÚS SÁNCHEZ ADALID | Sacerdote y escritor
“No hay que tener miedo de la verdad. No tener miedo nos hace libres”. Estas frases, pronunciadas por el papa Francisco en su entrevista con Die Zeit, no suponen nada nuevo. Reformula un mensaje de Jesús: “Si os mantenéis fieles a mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32). Lo que tiene enorme interés es el momento y el contexto en el que trae a colación esta máxima evangélica.
En nuestra Iglesia hay demasiado miedo. Ante los vertiginosos cambios sociales, sus máximos responsables se ven atenazados por una fuerte incertidumbre. En gran parte se trata de un temor reverencial y subjetivamente honesto a traicionar el tesoro recibido, del que se sienten custodios.
El miedo es un sentimiento poderoso. Para Spinoza, es “tristeza inconstante”, pues surge de una idea “de cuyo resultado tenemos alguna duda”. Y la incertidumbre es, hasta cierto punto, razonable: podría generalizarse un clima cultural de relativismo radical, que termine trivializando el significado profundo del acontecimiento cristiano; o negando la consistencia sagrada de lo humano; un clima que convierta todo en algo opinable o modificable, en un contexto de permisividad ética y de escepticismo intelectual. En este sentido se desenvolvía la firme oposición al relativismo de Benedicto XVI.
No obstante, y aceptando que ciertos temores están justificados, se debe reconocer que en nuestra Iglesia hay evidente temor a la libertad. Lo cual encierra su propia lógica. Porque todas las instituciones humanas poseen mecanismos de defensa tendentes a conservar poder e influencia, un instinto de supervivencia que mira con malos ojos a los críticos, discrepantes y renovadores. Y en el delicado ámbito de las creencias religiosas, ese recelo se extiende hacia los profetas y reformadores. Por mucho que, paradójicamente, sean estos últimos con frecuencia los que aportan las energías y la creatividad para que las instituciones se renueven y mantengan su vigencia. No deberíamos dar por supuesto que hemos superado en nuestra Iglesia la inercia de estos mecanismos.
Ninguna institución se ve libre de ellos. No olvidemos que fueron la causa por la que los dirigentes judíos y romanos crucificaron a Jesús. Por puro miedo acabaron condenándolo, temiendo que se alterara el orden público, religioso, económico y social vinculado al Templo.
En este contexto, es admirable la libertad del Papa al responder a la pregunta de la revista alemana sobre las crisis de fe: “Las crisis se producen para crecer en la fe. No se puede crecer sin crisis”. “¿Son momentos que conoce usted?”, le pregunta el periodista. Francisco responde sin titubear: “Sí. También yo conozco los momentos vacíos”. La respuesta brota de la libertad, y ello le confiere un gran valor.
La prepotencia de las certezas absolutas nos aleja de la pura realidad humana. Y el Papa sabe bien que en todo hombre hay siempre un niño, hijo de la tierra y del cielo, que busca desesperadamente el regazo materno: su Dios, su Creador. Francisco no dice en ningún momento que haya dudado de la existencia de ese Dios, sino que ha experimentado “momentos vacíos”. ¿Y quién no? Sin embargo, muchos se han alborotado. Será por puro miedo a ese mismo vacío, o porque piensan que la sinceridad resta autoridad al sumo pontífice.
Verdad y libertad van de la mano. El miedo y la ocultación nos empobrecen. “No hay que tener miedo de la pobreza, ni del destierro, ni de la cárcel, ni de la muerte… De lo que hay que tener miedo es del propio miedo” (Epicteto).
Publicado en el número 3.028 de Vida Nueva. Ver sumario