Un libro de Guy Luisier (PPC). La recensión es de Mariola López Villanueva
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Título: Historias de una posada. Cartas al Señor samaritano
Autor: Guy Luisier
Editorial: PPC
Ciudad: Madrid, 2016
Páginas: 148
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MARIOLA LÓPEZ VILLANUEVA | Los Padres de la Iglesia usaron el género epistolar para alentar y acompañar a las primeras comunidades. El sacerdote suizo Guy Luisier escribe unas Cartas al Señor samaritano, a ese que le encomienda a un hombre herido y le pide que cuide de él hasta que vuelva. Convertido inesperadamente, por la petición de otro, en posadero y custodio de aquel hombre golpeado, Luisier establece una correspondencia con el verdadero samaritano, el Señor Jesús, esbozando una reflexión poética sobre la vida y la tarea misionera de los cristianos. El autor ha estado años al frente de un colegio y una parroquia, y actualmente es misionero en el Congo.
Por las narraciones van desfilando situaciones y personajes del Evangelio desde una perspectiva nueva. Su vida cotidiana se teje a través de los huéspedes que reciben, de las noticias que les llegan y de la comunicación epistolar que va operando una transformación en la existencia del posadero y de Lía, su mujer. Todo a causa del hombre herido que acogen y de la relación que van teniendo con él, que cambia su manera de mirar las situaciones y las personas. Intercaladas entre las cartas se recogen hermosas ilustraciones de varios pintores sobre la escena del buen samaritano (Lc 10, 25-37).
Humor y ternura
El libro es fresco, ágil y ocurrente, está escrito con emoción, con deliciosos toques de humor y juegos de palabras, y con contenida ternura. Así le cuenta el posadero al Señor samaritano cómo sintió su mirada por primera vez: “Todo se puso de repente patas arriba: vi tus ojos. Tus ojos que se habían inclinado hacia los trapos abigarrados y sucios. Tus ojos que descubrieron una cabeza ensangrentada. Tus ojos que dulcemente tomaron en sus brazos ese tormo tumefacto. Tus ojos que calentaron el débil aliento que salía de aquella boca herida. Después tus ojos que pedían la ayuda de los míos… Jamás olvidaré aquellos ojos. Atormentan mis noches agotadoras, acompañan mis días…” (p. 13).
No es para leer de un tirón, aunque sus 148 páginas invitan a ello por la fluidez y la belleza con que están escritas, sino para degustar y saborear lentamente, contemplando las pinturas como iconos y dejando que recreen en nosotros posibilidades inéditas.
Reconocernos en el deseo de ser “posaderos tranquilos”, aunque para eso habría que cambiar de oficio, pues –como reclama al Señor samaritano–, desde que abrió su casa y sus manos al primer herido ya no ha parado de recibir gente y está desbordado: “¡Uno pase! Pero ¿ahora qué hago? Tú te has ido, no sé dónde estás. No vuelves, aunque me lo habías prometido… Me siento tan solo (…) y por si fuera poco el último, esta mañana, que acabo de acoger y que me ha dicho, con palabras apenas esbozadas, que venía en tu nombre. ‘En tu nombre’, ¡lo que hay que oír!, tanto más cuanto que no tiene aspecto de saber dónde estás. Apenas si sabe tu nombre. He inscrito el suyo en el registro sin preguntarle más” (p. 63).
El posadero pronto se ve superado, apenas sabe ya llevar cuenta de cuántos son: “Estaba tan tranquilo antes… Mis cuatro habitaciones, mis clientes habituales y mis hábitos, mis manías de posadero seguro de sí mismo, con su túnica bien limpia cada mañana… Ahora mi túnica…” (p. 64). Experimenta que algo va cambiando en él, se siente cada vez más despojado. Las monedas de oro que reclama al Señor samaritano van pasando poco a poco a un segundo plano. Hay menos palabras y más encuentro.
Simpatía asegurada
También le cuenta al Señor samaritano cómo Magdalena ha asistido al nacimiento de su hija Esperanza, y se va a convertir en ama de cría de la pequeña. “A Magdalena no le faltaban nunca ideas para dar una vida nueva a cosas viejas (estaría yo intuitivamente tentado a pensar que se debe a su propia historia secreta). Destaca en hacer algo nuevo con lo usado (…). Lía me decía ayer a la noche, en nuestra cama, antes del beso de antes de dormir, que Magdalena con arte consumado era capaz de hacer brillar cada trocito de tela sucio…” (p. 97).
Seguirá escribiéndole cartas hasta que la niña cumpla siete años y, entre ellas, desfilan de modo sugerente Bartimeo, Zaqueo, Salomé, Samuel… y el consejo de la posada, entre otros. Si nos animamos a su deliciosa lectura, están aseguradas la simpatía, la calidez y la hondura, y es muy conveniente proceder como nos invita su autor: “El lector tendrá la bondad de abrir con delicadeza y como si se tratara de un antiguo y hermoso tesoro familiar, estas cartas que un posadero en peligro lanzó, como botellas al mar del tiempo, a Jesús, Señor del cielo y de la tierra”.
Publicado en el número 3.028 de Vida Nueva. Ver sumario