La última misa de la tele


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La hija entró dándole los buenos días. Subió la persiana, descorrió las cortinas y la preparó para el aseo diario. “Es domingo, el día de la misa de la tele”. La anciana seguía con los ojos cerrados, pero sonrió. Los años y la enfermedad le robaron el sentido a sus días, que se sucedían en un monótono desorden. Solo el domingo permanecía un poco vertebrado en sí mismo gracias a aquella misa.

Tras la liturgia diaria de sus cuidados personales, del desayuno y las pastillas, la acomodaban en el sofá, ya la televisión encendida, a la espera de que comenzase la eucaristía. Rara vez abría los ojos para mirar, pero no se le escapaba ni un solo amén. La fe la había acompañado a lo largo de su vida y sostenido en los momentos de dificultad o incertidumbre por la familia, el trabajo, la muerte de sus seres queridos, las injusticias, cercanas o lejanas…

Pero es verdad que, últimamente, le venían acometidas que erupcionaban en un rotundo “No hay Dios”. Seguramente tenían que ver con esa “gran oscuridad” laica de la que habla Julio Llamazares, aplicada a quienes solo están dispuestos a aguantar al cura en el último suspiro de sus vidas. Y ella tampoco sabía que esas noches oscuras le podían pasar hasta a los papas. Si no hubiese perdido totalmente la capacidad de leer, podría haberlo descubierto en unas declaraciones de Francisco. Pero enseguida conjuraba el vacío con un “alaaabaaaaadooooseaaaelSantíííísimoooo…” y un efusivo saludo a las vírgenes del rosario. Luego volvía la paz.

Aquel día no parecía domingo hasta que, como de rigor, rebozada en crema hidratante y bañada en colonia de bebé, la sentaron en el sofá y su hija, con el mando en la mano, le dijo. “¿Qué quieres ver? Hoy no hay misa”. “¿Por qué? ¿No hay Dios?”, respondió llena de temor. “No, es que la han quitado unos que mandan porque dicen que es un privilegio”.

No entendió nada y se concentró, los ojos cerrados, en sus propias jaculatorias.

Publicado en el número 3.028 de Vida Nueva. Ver sumario

 


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