FRANCESC TORRALBA | Filósofo
Uno de los peligros que acecha a cualquier colectivo, no solo de índole religioso, sino también cultural, étnico, político o social es sucumbir a la endogamia tribal; caer en la tendencia a cerrarse herméticamente en las propias creencias y limitarse a establecer vínculos y relaciones con los que participan de las mismas convicciones, de los mismos planteamientos, en definitiva, de la misma cosmovisión.
La endogamia tribal es un modo de excluirse de la sociedad y de las nuevas tendencias que, de esta, van emergiendo. En el fondo de esta actitud, late un maniqueísmo implícito. Se parte de la idea que lo que está más allá de los lindes es peligroso, tóxico y perjudicial para el bien de los miembros y, por ello mismo, se excluye todo lo que es ajeno. Se parte de la idea que lo valioso y digno está dentro de los límites de la misma y que, por consiguiente, se debe conservar con esmero.
Frente a la endogamia, que es un signo de temor y que conduce, finalmente, a la muerte, es esencial reivindicar el valor de la comunidad, pues esta juega un papel fundamental en el desarrollo y en el crecimiento espiritual de un ser humano.
Vivir en comunidad es algo muy distinto de la endogamia tribal, del hermetismo sectario. El creyente necesita de su comunidad, porque la fe solo puede desarrollarse y crecer en el seno de la comunidad, pero de una comunidad abierta y permeable, capaz de hospedar al no creyente y de escuchar su relato.
Observo, con preocupación, el crecimiento de comunidades cerradas, de colectivos espirituales endogámicos, casi sectarios o, incluso, deliberadamente sectarios, que limitan sus relaciones a los miembros de la misma, y no solo eso, sino que en ellas se cuestiona y se critica al que toca la frontera o la cruza, pues se entiende que puede intoxicarse ideológicamente.
La comunidad, en su sentido más originario, no niega el yo, ni el tú; la comunidad no excluye la diferencia, ni el disenso, la pluralidad de carismas y de formas de vivir el acto de fe; tampoco excluye la crítica fraterna; sino todo lo contrario, presupone este tipo de elementos.
La comunidad incluye, necesariamente, la diferencia, pero, a su vez, la unión, el reconocimiento de un centro de gravedad que cohesione los distintos elementos que la integran. El nexo de la comunidad de fe es una realidad intangible. No es un bien material, ni un inmueble; no es una zona territorial, ni tampoco un objeto de arte. El nexo es la fe, una misma llamada, la fe en un mismo Dios, en una misma revelación, pero, a la vez, lo que hace distintos a sus miembros es el modo de responder a tal llamada.
En contextos de crisis de fe, en ámbitos intensa y extensamente secularizados, uno de los peligros que acecha a la comunidad de fe es el blindaje espiritual, lo que lleva a cerrar puertas para mantener la esencia de lo que se cree, para evitar la contaminación atmosférica. Este afán por la pureza ideológica, por la esencia de la comunidad es lo que, finalmente, la conduce a la muerte, pues la vida, tanto de los seres vivos, como de las comunidades, requiere, por definición, relación, interacción, intercambio.
La endogamia tribal es una fácil tentación en tiempos de retirada y de moral de derrota; es una falsa salida, un modo de huir del mundanal ruido que contradice la misma naturaleza de la vida espiritual, que es relación, conexión, salida de sí.
Publicado en el número 3.031 de Vida Nueva. Ver sumario