Gijón, 16 de enero de 1890. Como un eco, como un reguero de pólvora, llega de un extremo a otro de la ciudad, hasta Campo Valdés, donde está el Colegio del Santo Ángel, esta aclamación popular: “Ha muerto el santín, ha muerto el santínnn…”.
Y este clamor, triste y gozoso a la vez, quedó ahogado en el silencio durante 128 años. Pero ahora, despierta con fuerza al recibir la noticia de su beatificación, el día 22 de abril de 2017, en la catedral de Oviedo.
¿Quién es este santín? ¿Quién es esta persona que despierta esta ardiente aclamación?
Se trata de Luis A. Ormières, el fundador de las hermanas del Ángel de la Guarda, un sacerdote sencillo que caminó siempre pegado al silencio, a la austeridad, a la entrega, atento a los gritos de su pueblo y centrado en discernir lo necesario y lo esencial.
Hijo de una familia cristiana
El padre Ormières era hijo de una familia profundamente cristiana, natural de Limoux (Francia), que se estableció en Quillán para regentar un pequeño negocio. Allí nació, el 14 de julio de 1809, es el segundo de cinco hermanos.
Aprendió a vivir en el seno de su familia –los niños aprenden con la mirada– las virtudes que practicaría a lo largo de su vida: compartir, escuchar la Palabra, tener confianza en la Providencia, vivir con sencillez, respetar a los demás…
Como niño, fue un chico despierto, alegre, juguetón, con sentido del humor. Su mirada profunda y viva contagiaba asombro e inquietud.
A Luis A. le tocó vivir en plena posrevolución francesa. Época convulsa, compleja, marcada por la inseguridad, la lucha por los derechos del hombre. Esta realidad afecta sensiblemente a la Iglesia que se ve obligada a enfrentarse con un mundo distinto que no entendía y tergiversaba el sentido de su misión.
Ante esta encrucijada, la Iglesia deja oír su voz y recomienza, de alguna manera, la tarea de evangelizar, dejando a un lado el poder, los privilegios, las propiedades. Determina ser una Iglesia más evangélica, más libre. Una Iglesia pobre, al servicio de los pobres.
La revolución de 1789 marca un momento histórico, donde laten las ideas de libertad, igualdad y fraternidad que abrirán las puertas a la declaración de los Derechos Humanos y estrenarán una época caracterizada por la secularización de las mentalidades y de las instituciones. Ha nacido también un hombre con una mentalidad distinta. Un hombre ansioso de poder, de libertad, de ciencia y de progreso. Paradójicamente, en estas circunstancias, hay un florecimiento de la vida religiosa femenina, tanto que le dio rostro al catolicismo.
Todas estas circunstancias marcan a Luis Antonio Ormières y, cuando es ordenado sacerdote en 1833, decide dedicar su vida al servicio de una Iglesia pobre, participativa, desprendida, desde una sencillez evangélica, rasgo profético que marcará toda su existencia y que también será el rasgo distintivo de la congregación que fundaría años más tarde, el 3 de diciembre de 1839.
Un sueño que sigue muy vivo
Y como el tiempo lo transforma todo, el proyecto que soñó Luis Ormières, fundar una congregación y una escuelita para los niños y niñas pobres de Quillán y de sus alrededores, se hizo realidad y, ese proyecto, sigue vivo, latiendo a un ritmo sereno, silencioso y siempre atento a lo nuevo.
Aquellas raíces, francesas en sus orígenes, fueron extendiéndose y, como los ángeles, el carisma fue volando y, hoy, la Congregación del Santo Ángel está presente en Europa, América, África y Asia, con diferentes modos, asimilando los valores y las formas de cada cultura y, siempre, con el mismo aire de familia.
Porque la historia que se escribe y se lee, es siempre un testimonio de libertad y todo lo vivido no es algo que pasó, sino algo que debe continuar en el presente y en el futuro, aceptando que las cosas cambian, la congregación constata gozosa que las marcas indelebles del tiempo la asemejan cada vez más al sueño de sus fundadores.
“Formando verdaderos discípulos de Cristo”
Hoy, tiene la certeza de que al paso del tiempo, su voz de profeta y de vocero de Dios, sigue, como el viento, cimbreando las ramas de la sencillez y la entrega para seguir “formando verdaderos discípulos de Cristo”, lema de nuestro Fundador.
Hoy, su savia sigue fuerte, viva, alimentando la esperanza de que un mundo mejor es posible.
Hoy, su savia nos ayuda a remover nuestro interior, a doblegar lo rígido, a dulcificar lo amargo, a despertar lo dormido, a mirar hacia adelante, a apostar por nuevos horizontes, a nadar por un mar de esperanza…
Porque nada es imposible para quien se atreve a soñar, la congregación acaricia y sueña con un mundo de justicia y de misericordia, un mundo donde las lágrimas y la tristeza se conviertan en luz, allí donde los “ángeles visibles” acampen para compartir su vida con quienes no cuentan en la sociedad actual.
Testimoniar para renovar la vida
Y con las manos abiertas, en pie, ligera de equipaje, sigue caminando, con la mente despierta para percibir el susurro del Espíritu, con la voluntad pronta para determinar, sin regateos ni condicionantes, el camino que debe emprender para cumplir el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo a anunciar el Evangelio” (Mc 16,15). Y lo hace con los rasgos propios del ángel, que ilumina, guía, acompaña, cuida, protege, anuncia, denuncia, libera, consuela… Y lo hace en actitud de renovación de la propia vida, porque el testimonio es lo primero para el anuncio de la Buena Noticia.
Este es el estilo de evangelizar de la Congregación de Hermanas del Ángel de la Guarda, estilo que le imprime un sello y un talante peculiar en la manera de ser y estar en su misión, que hoy desarrolla en los ámbitos de la educación, acción social, pastoral juvenil, misionera, sanitaria, parroquial, de laicos, “Familia Ángel de la Guarda” (FLAG). Una misión, en definitiva, que sigue mirando al mundo de los más vulnerables, a los sin techo. Así, el carisma se va enriqueciendo en cada cultura y con cada generación.
Su vida teologal fue profunda, intensa. Estaba persuadido de que Dios jamás lo abandonaría y de que, si quería que algo saliera adelante, saldría, por negra que sea la noche y larga la espera.
Fe, esperanza y caridad
Esta actitud de abandono y de confianza le lleva, a medida que avanza en edad, a profundizar e interiorizar la Palabra cada vez con mayor ansia.
En la escuela del Maestro, aprendió las virtudes propias del apóstol, del profeta y ese talante de aplomo y seguridad con el que caminó durante su larga vida. Virtudes que practicó, enseñó y nos dejó como legado espiritual. La primera de todas, la fe. Y, junto a la fe, la esperanza, como antorcha, que marca su caminar. Haciendo de eslabón entre ambas, la caridad en su doble dimensión: con Dios y con el prójimo. Las dos dimensiones fueron la razón de su total donación, sin medir las consecuencias que podían sobrevenirle.
En definitiva, el Padre Ormières fue un hombre, sencillamente grande, un profeta menor que irradia amor. Su vida y su obra nos confirman que Dios caminó con él y él se supo amado por el Señor. Y su única meta fue amarlo y darlo a conocer. Y este amor fue inseparable del amor al prójimo.
Sobriedad y sencillez
La Congregación ha vivido este acontecimiento con la sobriedad y sencillez que le caracteriza pero también con la dignidad que el acto requiere. Es consciente de que no es un bien que le pertenece en exclusiva sino que es un bien, un regalo para toda la Iglesia y que a toda la “Familia Ángel de la Guarda” le interpela y le invita a volver a la “Escuela del Maestro” para gustar de su Palabra.
Hoy la Congregación huele a primavera, a lluvia, a sol. Hoy la Congregación vuelve a escuchar aquel clamor popular (“Ha muerto el Santín”), convertido en acción de gracias porque “el santín” sigue vivo en la misión que lleva a cabo la Congregación y la Familia “Ángel de la Guarda”.