Entre las sombras, un grupo de frailes seguía cavando tumbas. El desastre que le arrebató la vida a más de 300 personas en Mocoa los obligó a dejar su vida de ermitaños por un tiempo, para entregar la fuerza de sus brazos al conjunto de acciones de emergencia. El tercer día después de la avalancha, todavía los carros fúnebres llevaban cadáveres al cementerio de la ciudad, uno tras otro. Las retroexcavadoras no daban abasto. Por eso, ya entrada la noche, los franciscanos continuaron inclinados sobre la tierra, abriendo con palas la entraña negra en la que fueron enterrados los cuerpos identificados hasta ese momento. A eso de las doce dejaron de cavar y buscaron reparar su energía con algo de descanso, oración y comida, para continuar al día siguiente.
No fueron los únicos religiosos que hicieron presencia en atención a la tragedia desde el primer momento. Antes de que el amanecer del primero de abril dejara ver el devastador panorama que desde entonces cubre Mocoa, el pedido de auxilio de la Iglesia local había llegado oídos de la Vida Consagrada de la región y de otras partes del país. Hermanas de Santa Ana, Franciscanas, Lauritas, Dominicas de la Presentación, se unieron a las acciones de búsqueda e identificación; a la creación de ollas populares y albergues; a la entrega de ayudas; a la escucha consoladora de los sobrevivientes. “Es el lugar donde debemos estar para caminar y luchar con el pueblo”, señaló a Vida Nueva Teresita Cano, una de las religiosas que concurrió a la capital de Putumayo en los días sucesivos a la avalancha.
Pasado más de un mes después del hecho, el principal desafío pastoral que enfrenta la Iglesia de la región consiste en ayudar tanto en el proceso de elaboración del duelo como en la reconstrucción integral de Mocoa. Así lo señala el obispo católico de la jurisdicción, monseñor Luis Albeiro Maldonado. Si bien la Semana Santa fue un tiempo oportuno para hacer llegar una palabra de aliento al corazón conmovido del pueblo y despertar un sentido solidario, según el prelado, el mensaje cristiano de que la muerte no tiene la última palabra no puede dejarse de lado. La diócesis tiene prevista una gran misión de fe y esperanza, que se llevará a cabo a mitad de año. Desde ya prepara lo que será el contenido de una estrategia pastoral orientada a alentar el corazón debilitado por la tragedia y trabajar con la persona en su integralidad. Por eso, además de sacerdotes, religiosos, laicos asociados a las comunidades de fe, se espera poder contar con sicólogos, sociólogos y otros profesionales que puedan aportar al proceso de resiliencia necesario en Mocoa.
Este proceso debe incluir a los cientos de presos de la cárcel local, “que también son parte de nuestra comunidad”, afirma el obispo. “No todo el mundo se ha interesado por ellos y han vivido en la angustia de que a su lado pasó la avalancha y ellos vivieron el peligro encerrados”. Y añade: “cuando despertamos valor por la persona humana es por cada una; para ayudar y evitar el riesgo de todos”.
Ahora bien, tiene claro el obispo que solo se pueden evitar tragedias similares en el futuro si se cambia la forma de relación entre las personas y la naturaleza. En su opinión, a este nivel, la educación desempeña un papel de primer orden. “Si la Secretaría de Educación fuera consciente, le daría un gran valor a la encíclica Laudato si’ como manual ecológico para la enseñanza”. El obispo está convencido de que el documento pontificio puede orientar en la necesidad de que el cuidado de la persona involucre el cuidado del agua, de los bosques y del equilibrio ecológico.
Canalizar la ayuda
La Arquidiócesis de Manizales se propuso ayudar a Mocoa, sumándose a otras jurisdicciones eclesiales del país que manifestaron su apoyo a la gente del Putumayo, después de la tragedia. Sin embargo, en la mañana del 19 abril el país amaneció con la noticia de un nuevo desastre, ocurrido esta vez en la capital del Caldas. Más de 16 personas muertas, siete desaparecidas, al menos 80 viviendas destruidas y más de 440 damnificadas fueron algunas de las cifras divulgadas ese día. Como en Mocoa, en reacción al dolor, la solidaridad eclesial formó parte de la historia. Con el protagonismo de jóvenes y grupos apostólicos, la Iglesia local se articuló con organizaciones de la población civil e instituciones del Estado para una respuesta capaz de hacer frente a necesidades urgentes como refugio y alimentación. El Banco Arquidiócesano de Alimentos de Manizales, coordinado por el diácono Carlos Calle, ha sido una de las instancias que han canalizado las ayudas.
Expertos como Gustavo Wilches-Chaux han explicado que detrás de tragedias como la ocurrida en Mocoa hay problemas de ordenamiento territorial. Monseñor Maldonado también sostiene que Laudato si’ da elementos para comprender la interrelación entre el cuidado de la vida y las legislaciones que favorecen a la persona y a la naturaleza. “Se necesita una gran rectitud en las administraciones”, afirma el prelado, en atención a “dónde hay riesgo, dónde no se puede construir, dónde están los cinturones verdes que protegen las cuencas, dónde están las fuentes de agua, cuál es la normatividad para una minería responsable (aunque yo siempre pienso que cuando se trata de la minería nunca se actúa responsablemente, porque entra en juego el dinero)”.
La reconstrucción de Mocoa no es tarea únicamente del Estado. Así lo afirma Maldonado. Si bien hay retos como la reestructuración de la ciudad que se le plantean en principio a las autoridades locales y al gobierno central, otros procesos quedarán exclusivamente en manos de la población civil cuando las instituciones que llegaron para hacer frente a la emergencia se vayan.
La diócesis se ha propuesto hacer reservas de alimentos previendo la agudización del hambre en las semanas por venir. Como institución, estuvo al frente del surgimiento de albergues y comedores populares desde la primera hora. Cuando el Estado hizo presencia, éste asumió las tareas allí desarrolladas y la diócesis pasó a asumir un papel de apoyo. Cómo responder a las necesidades apremiantes cuando los papeles se reconfiguren es uno de los interrogantes que no dan tiempo de espera y deben ser resueltos desde ya.
“La Iglesia no puede hablar de incertidumbres en este momento”, afirma enfático el prelado; “ella tiene que hablar de retos para levantar el ánimo; si nos encascaramos no sería noble ni pedagógico”.
Hasta hace poco las retroexcavadoras seguían removiendo las enormes piedras que la avalancha trajo sobre barrios enteros de Mocoa. Algunas casas habían sido echadas al suelo, mientras otras, semi-destruidas, seguían ante la mirada de la gente como un testimonio mudo de paredes elocuentes. “Aun en los momentos difíciles hay esperanza…” fue el mensaje captado entre las ruinas por una cámara de celular en días pasados. Coinciden tales palabras con la experiencia vivida por Teresita Cano, quien ha dicho que, si bien tanta tristeza lo deja a uno sin piso, “la realidad no nos puede dejar quietos”.
Miguel Estupiñán