No arriesgo gran cosa al afirmar que estos dos nombres, Primo Mazzolari y Lorenzo Milani, no dirán nada o casi nada a muchos de quienes lean estas líneas. Les sorprenderá, por eso, que Bergoglio haya viajado –en la mañana de hoy martes 20 de junio– desde Roma a dos localidades, Bozzolo y Barbiana, difíciles de localizar en el mapa de la península italiana.
Mazzolari y Milani son dos sacerdotes italianos ejemplares, pioneros en su modo de vivir la Iglesia en los años 50 del siglo pasado y que, por lo tanto, sufrieron los rigores de la Curia romana y de sus obispos. Les tocó sufrir y aguantar, pero ninguno de ellos se rebeló; el Concilio Vaticano acabaría dándoles la razón.
La visita de Francisco tiene, en ese sentido, un aire de desagravio, y resulta sorprendente que haya tenido que ser un papa latinoamericano quien haya reparado los silencios y los rigores canónicos de sus predecesores, especialmente los italianos.
Los dos discursos que ha pronunciado esta mañana merecen una lectura detenida. Glosando la figura de Mazzolari (“que vivió como un sacerdote pobre y no como un pobre sacerdote”), el Papa ha recomendado a los presbíteros sentido común para “no masacrar las espaldas de la gente” e insistió en que evangelizar no significa hacer prosélitos.
De Milani, ha destacado su “dimensión sacerdotal, que fue la raíz de su pasión educativa”. El sacerdote florentino, en efecto, entregó su vida “para dar la palabra a muchachos muy pobres, porque sin palabras no hay dignidad y ni mucho menos libertad y justicia”. Su concepto de la educación resultaba revolucionario en los años que le tocó vivir.
Me atrevería a decir que los dos sacerdotes fueron “bergoglianos” antes de Bergoglio, y eso explica que el Papa haya querido rendirles un homenaje visitando y rezando ante sus tumbas.