Con un Papa que hace llamados apuntando a la concreción de un mundo nuevo en la clave del reino de Dios, es triste leer cómo lo empequeñecen colocándolo en un lado u otro de discusiones domésticas y alternativas falsas como la llamada “grieta”.
En los últimos años hemos podido disfrutar de grandes sagas literarias llevadas al cine como El Señor de los Anillos y el mismo Harry Potter, cuya trama de fondo es la gran lucha cósmica entre el Bien y el Mal, con mayúsculas. También están de moda las series tipo Netflix o HBO como El Juego de Tronos, que en un mundo de rasgos medioevales podemos ver la misma confrontación. Pero mirando más atrás, desde los mismos mitos babilónicos y egipcios a la gran mitología griega y romana, el plateo finalmente se reduce a esa misma lucha de fuerzas inconmensurables en las que el ser humano se ve envuelto.
La filosofía contemporánea se ha hecho eco en el siglo XX, como a lo largo de la historia, y nos ha lanzado en la cara cómo pensar, cómo creer, después de Auschwuitz. En nuestro caso vernáculo, cómo hablar de sociedad o de Iglesia, después de la ESMA [Escuela de Mecánica de la Armada de la Argentina, que cobró fama porque allí funcionó durante la dictadura cívico-militar de 1976-1983 un centro clandestino de detención, tortura y exterminio], donde cristianos se encontraban entre los verdugos y los torturados/desaparecidos, ambos esgrimiendo banderas de justicia y el nombre de Dios.
El problema de esas puestas en escena es que la mayoría recurren a visiones maniqueas para dar esplendor al enfrentamiento haciendo que los espectadores se sientan envueltos por los combates y sientan en sus propias fibras la incertidumbre del desenlace. Pareciera que las fuerzas del Bien y del Mal son equiparables y ambas provienen de principios o núcleos iniciadores verdaderamente potentes. Pareciera que al principio del Bien, llamado habitualmente Dios se le opone otro principio tan poderoso como el primero llamado Sauron, Oscuridad, Iniquidad, Diablo o cualquier otro nombre que se la quiera dar. Esa paridad de fuerzas hace que sea lógica la duda de por quién jugarse, y que eso ampare la inmovilidad del ser humano y casi su autojustificación de replegarse como un mero espectador débil e indolente de lo que sucede en el libro o en la pantalla. Eso ha hecho que frente a terribles actos, metodologías, instituciones, organizaciones de exterminio perfectamente organizadas y prolongadas en el tiempo, masas de ciudadanos, la mayoría de ellos cristianos, sea en la Alemania nazi sea en la Argentina de la última dictadura militar, para nombrar solo dos casos paradigmáticos, se quedaran inmóviles, perplejos o incluso jugarán a favor de la inhumanidad con comentarios apaciguadores o negadores de esa realidad como nuestro conocido “algo habrán hecho”.
Es que a nivel teológico y de fe, esa visión genera esas posturas, pues parte de una gran falla: para los cristianos sólo existe un solo principio generador del mundo, del cosmos y del ser humano. Ese principio es Dios, y es esencialmente Bueno. Por lo tanto, todo lo creado es bueno de raíz, tanto sea por el hecho de existir como de provenir de un Ser todo Bueno. Como decían los medievales, el Mal en cuanto tal no existe en su inicio pues no hay un “dios” o un demiurgo que lo cree. El mal entra al mundo de la mano de la creaturidad y finitud esenciales del cosmos y, especialmente, de la libertad humana en medio de esa debilidad esencial (ontológica, dirían aquellos). El mal es “carencia de bien” afirmaban. Nosotros lo traducimos como que el mal es una oportunidad perdida por el ser humano de elegir el bien. En ese lugar, momento y circunstancia el hombre eligió mal y usó mal de su libertad eligiendo algo malo para sí y para los demás. En lenguaje cristiano eso se llama “pecado”. Es la primera “aparición del mal”, o en un primer nivel. Se lo supera en buena parte con el reconocimiento personal, el arrepentimiento, el propósito de enmienda, como se dice en el catecismo más clásico. En palabras simples, reconociendo la falta y poniendo bien y amor donde hubo desamor.
Pero así como el bien es esencialmente dinámico, expansivo y creativo, pues así es su primer generador que es Dios y así nos creó a los seres humanos a su “imagen y semejanza”, también el mal puede adquirir cierta dinámica cuando es reiterativo el impulso. Lo sabemos por experiencia personal que los vicios se generan por probar y elegir algo que nos puede hacer daño y luego por reiterar una y otra vez su uso hasta quedar en cierta medida atrapados por eso que en un principio se eligió más o menos libremente.
A nivel social, esto se traduce en lo que podríamos llamar “corrientes negativas o perversas” y en lenguaje cristiano “pecado social”. Son como ondas que empiezan a moverse con una fuerte carga antihumana y nosotros las sostenemos y aumentamos con pequeños actos o comentarios. Un ejemplo fácil de entender es el de la maledicencia o difamación. Se generan comentarios sobre una persona que luego no se sabe de dónde surgieron ni con qué grado de veracidad, pero se alimentan con la reiteración, el chimento, la fantasía grosera y la publicación. Esas corrientes pueden traducirse en usos y costumbres incluso, que van dañando las relaciones humanas y las conductas públicas. La coima a la policía caminera, la reventa de entradas, el pago de los salarios a mitad de mes para hacer “jugar” al dinero, las contrataciones en negro, la impuntualidad y baja calidad en los servicios, etc.
Muchas veces esas corrientes de mal se van agrandando con pecados “pequeños” como un comentario desubicado o insidioso a nivel personal, que en sí mismo tal vez no reviste mucha gravedad pero que ingenuamente alimenta corrientes que pueden llegar a ser muy nocivas. Muchas instituciones sufren de esas corrientes e incluso las reproducen y multiplican al no poder airear sus propios mecanismos y funcionamientos internos. En ese sentido, la Iglesia reproduce dentro de ella muchas de esas corrientes con gran ingenuidad de muchos y bastante perversidad de algunos. El clericalismo, el machismo, el ritualismo, las moralinas vacuas, la espiritualidad aniñada y flojona, etc. Incluso algunos movimientos usan expresiones, rituales e imágenes que lo único que hacen es acrecentar esa visión maniquea que estamos criticando y descubrimos de fondo ya no solo en las pantallas sino en las homilías y en la catequesis de nuestras parroquias y seminarios. El renovado protagonismo que se le ha dado al diablo y sus secuaces en muchos discursos religiosos y una lectura pobre y acrítica de versículos aislados de la Sagrada Escritura esgrimidos como “palabra de dios”, valgan como botón de muestra. Si la culpa es del diablo ya no es mía y vuelvo a ser un niño irresponsable de la realidad circundante. Si la voluntad de “dios” está predicha en un versículo de un salmo o de un profeta, justifico el llamar “vacas a las mujeres” o el intentar “aplastar al que considero mi enemigo”. Es la vuelta al infantilismo religioso y a una lectura mágica de la historia.
Pero cuando esas corrientes de mal se enquistan en instituciones y sociedades, en ideológicas y cosmovisiones, en metodologías de poder y en manejo de las conciencias, estamos frente a lo que se ha llamado el Misterio de la Iniquidad o el Mal con mayúscula. Es fruto de la libertad humana, qué duda cabe, pero que fue adquiriendo casi “vida propia”, y por eso ya se puede hablar de “pecado estructural”. De ese pecado todos formamos parte si no trabajamos aportando bien, luz y amor en esas sombras que opacan a la humanidad con sangre, dolor, violencia y abuso. Estamos frente a la muerte por desnutrición y falta de servicios mínimos de salubridad de miles de personas por año, las desocupación sistemática y los trabajos basura, el maltrato a la mujer y el desprecio a los ancianos, las discriminación masiva por cuestiones étnicas, sexuales, religiosas o simplemente por ser “distintos”, los campos de refugiados y de concentración, la trata de personas, el tráfico de drogas/fármacos y de órganos, la carrera armamentista y los niños soldados, la manipulación de la información y los desniveles insalvables en la educación… hasta la desertificación del planeta y la posible guerra atómica.
Se comprende entonces que el trabajo por bien y contra el mal es esencialmente personal y, sin embargo, por ser tal, es necesariamente familiar, grupal y social. Ya no se trata de una contienda de dimensiones hollywoodenses, sino de situaciones sociales, regionales, mundiales y cósmicas de las cuales los cristianos somos necesariamente protagonistas. Con un Papa que hace llamados permanentes en este nivel, apuntando a la concreción de un mundo nuevo en la clave del reino de Dios (que es su sueño de felicidad para la humanidad toda), es triste leer cómo lo empequeñecen colocándolo en un lado u otro de discusiones domésticas y alternativas falsas como la llamada “grieta nacional”.
Es preocupante que la Iglesia esté en silencio o distraída haciendo comentarios superfluos sobre rituales litúrgicos que nada tiene que ver con Jesús de Nazaret, moralinas sexuales de escaso fundamento antropológico y llamando a vivir usos y costumbres de una sociedad de cristiandad que ya no existe. Muchos obispos y laicos, comunidades parroquiales y de movimientos, instituciones educativas y de formación eclesiales pareciera que están “surfeando” a disgusto sobre una realidad global que es negada “añorando ajos y cebollas de Egipto” que, en verdad, nunca estuvieron en los sueños de Dios. Citando de memoria al gran Ireneo de Lyon, “la única gloria de Dios es el hombre viviente”, y todo lo demás son ensoñaciones humanas o grandes contiendas épicas nacidas de la pluma de geniales escritores.