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Romero de América: Voz de los que no tienen voz, a cien años de su nacimiento

  • Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño, es decir, en los pobres: monseñor Óscar Romero





Recientemente leía un libro traído de Argentina. Elio Masferrer colabora en él y generosamente me lo hizo llegar. “Hagan lío”, es un texto donde diversos colaboradores tratan de entender el pensamiento social del papa Francisco. Lo que me llamó la atención es que entre las primeras colaboraciones, el jesuita Jon Sobrino, lúcido y agudo, relaciona la preocupación social de Francisco con la labor pastoral de monseñor Óscar Arnulfo Romero, el obispo de El Salvador de quien este 15 de agosto se cumplen cien años de natalicio.

Estamos ante una de las figuras más significativas del cristianismo en el siglo pasado y lo es, por su cercanía a los pobres. Óscar Arnulfo nació en Ciudad Barrios, Departamento de San Miguel, en El Salvador el 15 de agosto de 1917. En esa pequeña localidad realizó sus estudios básicos, tratando de tener un oficio, enseguida estudió carpintería y música. Pero poco tiempo después ingresó al seminario con tan sólo 13 años de edad. En 1942, con 25 años de edad, concluyó sus estudios de teología en la Universidad Gregoriana. Tras ello vino la ordenación sacerdotal.

El contexto social en Europa, justamente en 1942, estuvo marcado por la Segunda Guerra Mundial. Regresó a El Salvador en 1943 en el barco “Orazio”. En su pueblo natal, San Miguel, celebró su primera misa y tuvo su parroquia en  Anamorós, donde se venera la patrona de El Salvador, Nuestra Señora de la Paz, nombre que se articula como premonición de su trabajo pastoral en ese país fuertemente atravesado por la violencia.

Dada su formación, para 1966, fue nombrado Secretario de la Conferencia de Obispos de su país en donde estuvo trabajando once años. En 1970, Óscar fue ordenado Obispo y el 3 de febrero de 1977 Pablo VI lo nombró Arzobispo de San Salvador. Su ministerio de pastor en la capital salvadoreña sólo duro tres años.

Hasta aquí, nada realmente relevante. Sin embargo, la conversión pastoral y personal de Óscar Arnulfo Romero se hizo significativa precisamente porque se situó pastoralmente junto a los pobres y las víctimas de un sistema político, económico y social muy injusto.

En El Salvador a finales de los setenta, el 60% de la tierra, en un país agrícola, pertenecía al 2% de la población. El país estaba en penúltimo lugar en América Latina en ingreso per cápita. Se dice que sólo 14 familias poseían más del 95% de la riqueza de todo el país.

Los tres años que pasó caminando junto al pueblo, presenciando tanto su sufrimiento como sus valores, tuvieron repercusiones importantes. Un acontecimiento fundamental en su conversión pastoral, sin duda alguna, fue asesinato de su íntimo amigo, el padre Rutilio Grande, un sacerdote jesuita que está en proceso de beatificación también. Cuando el papa Francisco preguntó al postulador de la causa de Rutilio Grande si ya conocía algún milagro, éste le contestó que aún no; pero el Papa para animarlo y abrirle los ojos le dijo: ¡Monseñor Romero es su milagro!

La obra de monseñor Romero fue la defensa de los más pobres y de las víctimas de un régimen opresor y violento. Pero además en el plano eclesial, sirvió su martirio para hacer presente que la Iglesia tiene en su horizonte a los valores del Reino: Verdad, Justicia y Paz. Gracias a sus acciones y testimonio ha sido considerado como mártir en Iglesias evangélicas y protestantes, incluso antes que la Católica Romana. Muchas homilías y mensajes de radio de monseñor Romero siguen vigentes como denuncia: “Mi voz desaparecerá, pero mi palabra que es Cristo quedará en los corazones que lo hayan querido acoger”.

Romero en 1980 envió una carta al presidente Carter para pedirle que no siga apoyando militarmente al gobierno militar de El Salvador, ya que, según datos de la Iglesia, de enero a marzo de ese año el ejército y grupos paramilitares asesinaron a más de 900 civiles en ese pequeño país de Centroamérica.

Por su lucha por la paz y los derechos humanos en 1978 fue nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad de Georgetown, en 1979 fue nominado al premio Nobel de la Paz y en 1980, el mismo año de su asesinato, investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Lovaina en Bélgica.

Fue un verdadero profeta y un promotor de la paz que se asienta sobre la justicia. Motivaba a quienes lo oían desde sus convicciones profundas de que Dios no quería un mundo de desigualdades y violencias. Con fuerza llegó a  decir: “Es inconcebible que se diga a alguien “cristiano” y no tome como Cristo una opción preferencial por los pobres”. Nunca promovió la violencia ni la lucha de clases, al contrario llamaba a la reconciliación invitando a la conversión y a dejar de asesinar. Son conocidas sus palabras pronunciadas en su última homilía dominical, a unas horas de ser asesinado: “… Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”.

Estas palabras las pronunció en su homilía el domingo 23 de marzo de 1980. Tras esa denuncia, fue asesinado de un balazo directo al corazón, al día siguiente, el lunes 24 de marzo de 1980, mientras celebraba una misa en la Capilla del Hospital de la Divina Providencia en San Salvador donde vivía en una pequeña habitación.

Su martirio estaba anunciado. El periódico Excélsior de México registró en una entrevista dos semanas antes de su asesinato, las siguientes expresiones del Arzobispo: “El sacrificio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y señal de que la esperanza será pronto una realidad”; según recuerda el filósofo Carlos Díaz en su biografía de Romero. Parecía que consciente estaba de los riesgos que asumía su posición profética.

Todavía más, monseñor Romero continuó diciendo: “Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro. Puede usted decir, si llegasen a matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan”.

Por ello, Sobrino en el texto citado al inicio de este artículo, dice que monseñor Romero denunció de forma inigualable el pecado de esa realidad: “Éste es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada, como un absoluto intocable. ¡Y ay del que toque ese alambre de alta tensión! Se quema” (2 de agosto, 1979). “La violencia, el asesinato, la tortura, donde se quedan tantos muertos, el machetear y tirar al mar, el botar gente: esto es el imperio del infierno” (1 de julio, 1979).

Romero también es profeta para nuestro país ensangrentado, empobrecido y mil veces victimizado. Su persona y obra es una invitación para que los pastores sigan su testimonio. Tal vez, con su ejemplo, la Iglesia y la sociedad dejen de ser entes anquilosados.

 

*Texto escrito por Gerardo Cruz González, Investigador de Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana

 

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