América

Opinión // Desafiante apoteosis





El titular de la edición extraordinaria de El Tiempo acerca de lo que había sido la afluencia del pueblo de Dios a la celebración de la eucaristía del día 7 de septiembre por parte del Santo Padre Francisco a Bogotá aludía gráficamente a la multitudinaria asistencia y al sin igual entusiasmo y seriedad con los que los bogotanos y colombianos presentes en el Parque Simón Bolívar mostraron como disciplina social y respeto por lo santo. Sí, ¡ciertamente fue apoteósico! Una apoteosis que a mi juicio desafía; porque nos ha evidenciado la existencia en este país de un catolicismo dormido, si se me permite la metáfora, urgido de empujones que lo estremezcan y zarandeen. La Iglesia colombiana, a partir del paso de Francisco por sus linderos, queda desafiada a un replanteamiento de los modos de comprenderse y actuar de sus cuadros ministeriales.

Las campañas negativas que precedieron a la llegada de Francisco por diversos medios actuales de comunicación e información, alusivas a los costos para el país, o a rechazos a las propuestas renovadoras de la Iglesia Universal a la luz del Vaticano II impulsados por el papa Francisco, se unían a los intereses de politiqueros que pretendieron capitalizar esta visita. Todo esto quedó apabullado por la reacción singular de un país que vive mayoritariamente un catolicismo sembrado en el inconsciente colectivo, por una evangelización con sus sombras, pero igualmente con sus grandes luces.

Francisco generó una corriente de admiración y gozo por sus gestos y sus palabras. Y estos gestos y palabras del sucesor de Pedro se constituyen en paradigma de lo que deben ser los gestos y las palabras de los ministros y ministras de la Iglesia colombiana ordenados o laicales, como del pueblo santo fiel de Dios, llamado a vivir una ministerialidad a partir de su vocación bautismal como magistralmente lo ha señalado el papa Francisco en su carta al cardenal Oüellet, presidente de la Pontifica Comisión para América Latina.

El desafío que significa darnos cuenta que tenemos una gran masa católica que debe despertar, señala la urgencia de una nueva manera de ejercer el ministerio eclesial. La cercanía del Obispo de Roma, su sensibilidad ante el dolor y sufrimiento, su tocar y ser tocado, su espontaneidad al poner encima de su solideo sombreros y aditamentos típicos de cada región del país, la sencillez del vehículo que lo transportó y sus palabras capaces de provocar el efecto significado, porque denunciaron atrocidades y señalaron con prístina claridad hacia dónde orientar el presente y el porvenir, señalan una manera de actuar y ser.

Es evidente que la Iglesia colombiana está ante el desafío de desarrollar nuevas expresiones de su ministerialidad. Nuevos modos de ser obispos, cercanos, atentos a la realidad, sencillos, cuya mayor dignidad es el servicio minoritario al pueblo santo fiel de Dios. Nuevas maneras de ser presbíteros, volcados hacia la predicación de la buena nueva y la construcción de comunidades lugares de perdón y amor, nuevas formas de vida ministerial laical, centradas en la pasión por el reino, los grandes asuntos de la justicia, la solidaridad, la reconciliación y la paz y no en las solas acciones cultuales y litúrgicas.

Francisco ha significado un viento fresco para todos y todas en la Iglesia de Colombia. Tentados por las ofertas de polarización ahora sabemos que es posible ir más allá y privilegiar la urgencia de la reconciliación. Podemos y debemos mantener la ilusión de construir un país en justicia, solidaridad y paz. ¡Gracias, Francisco, por este apoteósico desafío! 

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