Las imágenes de esos seres vestidos con atuendos de otro planeta recorren el mundo por internet y por la TV. De chicos los llamábamos “cabeza de tortuga” y sólo los encontrábamos cuando íbamos a la cancha los domingos. Habían terminado las luchas callejeras durante la dictadura pero rebrotaron en 1982 con las primeras protestas sindicales, la derrota de Malvinas y el proceso democrático. Hoy son comunes en cualquier movilización popular y muchas veces generan imágenes “de otra galaxia”, como las de los saqueos del 2001. Pero nos creíamos originales los argentinos, hasta que comenzamos a ver las imágenes de Estados Unidos reprimiendo las marchas de su población de color contra una policía intocable y todopoderosa; las de Francia contra los pobladores de los suburbios parisinos llenos de inmigrantes o primera generación de franceses; las de Alemania con millares de jóvenes golpeados por estar en contra de la cumbre de los poderosos y del cambio climático; las escenas de la primavera árabe y las cargas del ejército sobre ellos como si fueran entrenados comandos enemigos y no conciudadanos que quieren expresarse; y estos días, las de Cataluña que nos han dejado pasmados y en silencio. Mujeres pateadas con desparpajo, ancianos tirados por el aire, patadas voladoras sobre personas sentadas en paz, jóvenes arrastradas por los pelos y golpes feroces sin razón sobre ciudadanos sólo armados con sus documentos para votar.
Curiosamente, algunos regímenes son represivos y no lo ocultan, pero occidente hace gala de la libertad y la democracia. Por eso, a pesar de que las vemos, y algunos las conocemos en carne propia, en realidad, queremos creer que son “de otro planeta” y no las podemos digerir. A lo sumo, cuando terminan, nos preocupamos por la basura de las calles, por alguna pared pintada o por algún jardín destruido por las brutas masas populares. Los heridos desaparecen en el anonimato de los hospitales.Ni siquiera cuando le hemos puesto nombre y rostro a uno de esos “desaparecidos”, Santiago Maldonado, el sistema quiere ver u oír y buena parte de la ciudadanía cambia de canal, como hicimos cuarenta años atrás durante el proceso militar. El neoliberalismo propone la libertad total en materia económica y en jurisprudencia que cuide la propiedad privada, la libertad de empresa, de comercio y de juegos financieros, pero no defiende de la misma forma la libertad de pensar, de sentir y de optar por otro sistema menos inhumano. No defiende la generación de una educación de personas y ciudadanos verdaderamente libres, que construyen su vida en comunión con otros y no en competencia despiadada. En su lugar prefiere armar grupos de extraterrestres con cascos, chalecos antibalas, rodilleras y escudos y, por supuesto, largos y duros bastones para pegar y reprimir a aquellos que quieren vivir su libertad saliéndose de los estrechos límites de este capitalismo arropado bajo la estructura de los “estados nacionales”.
Cambiar las reglas del juego
Hace años escuché en una universidad norteamericana decir: “aquí hay libertad para hacer, decir y pensar cualquier cosa en materia de ciencias y de gustos, pero de ninguna manera hay lugar para criticar las bases del sistema; somos libres dentro de él, pero nunca contra él”. Por eso, la reforma educativa nunca llegará a buen puerto, pues educar es arriesgarse a que la nueva generación quiera cambiar definitivamente las reglas del juego. Por eso, los medios masivos de comunicación siempre estarán en manos de empresarios que usen la información para convencernos que no hay otro mundo posible. Por eso, las viejas instituciones, incluso las más altruistas, serán apoyadas y elogiadas mientras recojan los despojos que el mercantilismo va dejando en las calles, pero nunca se les permitirá generar movimientos que nos hagan ver que son seres humanos “excluidos”. Por eso, en plena democracia, las fuerzas armadas, las fuerzas de seguridad y la “Justicia” siempre estarán a favor de los ricos y los poderosos para protegerlos, y las cárceles siempre estarán llenas de pobres, “desviados sociales” y personas peligrosas para el statu quo.
“Si le doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”, decía el gran pastor Hélder Cámara. Eso mismo está pasando con nuestro querido papa Francisco: si levanta a un niño y lo besa, si usa zapatos viejos, si toma mate con cualquiera, y sonríe y pide una iglesia más humana todos lo aplauden. Sin embargo, si visita y elogia a Evo Morales en Bolivia o a Correa en Ecuador, si habla de los derechos de los pueblos originarios, de los migrantes, de los excluidos y hasta de la Madre Tierra (nuestra “casa común”), ya ni siquiera aparece en la tapa de los diarios. Entonces me pregunto, ¿cuántos cristianos han leído y meditado con detenimiento su dos documentos principales; Evangelii Gaudium, que propone otra estructura eclesial y Laudato si’, que propone otro mundo posible? Son lindos sus gestos, como darle pan a un niño, pero nos disgustan sus palabras y cuestionamientos que nos desafían a pensar por qué no tiene pan ese niño ahora y, cuando crezca, si será libre para elegir cómo procurárselo sabiamente. Por eso, esas escenas galácticas no se detendrán.
Alguien decía hace poco que los cristianos queremos más al liberalismo que a la libertad. Queremos más al amor que amar de verdad. No sé dónde terminará el camino del pueblo mapuche o el de los catalanes y si sus reclamos son los más convenientes. Si sé que en la medida en que intentemos resolverlos por medio de la violencia estigmatizante y, sobre todo, de la represión estatal, más lejos estaremos de una humanidad unida por la libertad de reinventarse permanentemente motivada por el amor. Eso que Jesús llamaba Reino de Dios.