Blessing y Fátima son dos mujeres especiales. Blessing y Fátima son dos mujeres como muchas otras. Invisibles a los ojos de la mayoría, son dos mujeres entre las últimas del mundo. Huyeron de la guerra, del hambre y de la pobreza, y por buscar un poco de paz, se toparon, en cambio, con violencia, abusos y unas heridas incurables.
Blessing y Fátima son como dos fantasmas para nosotros occidentales. Son números; un número más entre los inmigrantes que llegan; un número más de los inmigrantes estancados en la frontera de Níger, Nigeria, Sudán o Libia. Un número más entre las mujeres obligadas a prostituirse y a abandonar a sus hijos para tratar de darles un futuro mejor trabajando lejos de casa. Blessing y Fátima son números.
Sin embargo, estas mujeres tienen en sí mismas toda la fuerza del mundo. La fuerza que les da ser hijas, ser madres, ser esposas… Mujeres. Mujeres que han tenido el valor de afrontar y superar la violencia más atroz para alcanzar una vida digna y mejor.
Blessing y Fátima hoy viven en dos centros de acogida bajo protección. Tratan de superar los traumas provocados por la violencia y la pérdida. Intentan superar el dolor. Mirar a los ojos a estas mujeres jóvenes me ha recordado de nuevo la importancia de contar sus vidas y sus historias, tanto con las palabras como con sus miradas. Así convertiremos los números en vidas. Daremos a los números dignidad.
Porque muchas veces, demasiadas, la violencia que sufren estas mujeres comienza en sus países de origen y se perpetúa también aquí, en Europa. En las calles en las que se prostituyen y se convierten en objeto de deseo de sus clientes europeos, no menos culpables que quienes las esclavizan en su tierra.
Blessing tiene 17 años. Nació en el año 2000 en Benin City, en Nigeria. Hoy, tras haber pasado por demasiados infiernos para su juventud, Blessing vive protegida en una casa de acogida en el centro de Italia. Se trata de una institución para menores víctimas de la explotación sexual. La joven ha atravesado el infierno del dolor, del hambre y del miedo a morir. También el infierno de la violencia sexual y de la prostitución.
Hoy en día tiene una cama donde dormir en una habitación que comparte con otra joven -también nigeriana y víctima de la trata-, en un lugar seguro. Allí fue nuestro encuentro una tarde de verano.
Se ha teñido el pelo de rosa y lo lleva recogido en dos largas trenzas. Mira hacia abajo, como si la vergüenza de haber sido una víctima sexual no la hubiera abandonado aún. Le tiemblan las manos cuando recuerda el tiempo en que sufría los abusos. (…)
“Esta mujer dijo que había mucho trabajo, que trabajaría en una peluquería en Italia y que no tendría que pagar nada por el viaje porque me acompañaría un amigo suyo para protegerme, desde Nigeria hasta Libia. Decía que solo tendría que seguir sus indicaciones y así todo iría bien”.
El día antes del viaje, la mujer llevó a Blessing a una choza en un pueblo vecino al suyo para reunirse con un baba-loa. El hombre le practicó un rito vudú, evocando a divinidades ancestrales, un rito que habría sellado la bondad del pacto contraido con la joven.
“Tomaron un poco de mi pelo y vello púbico. Me hicieron también un corte en un dedo para tener mi sangre, –explica Blessing–, y después me dijeron que, si no respetaba el pacto, moriría y también morirían todos los miembros de mi familia. Entonces es cuando descubrí que debía pagar por mi viaje a Italia, pero ninguno me dijo a qué cantidad ascendía lo que debía. Lo único que recuerdo de aquella noche es el miedo y que no quería irme, pero no tenía el valor de decírselo a mi madre porque sabía que el dinero que podría ganar le ayudaría a alimentar a la familia”. (…)
“Había días en que la madam hacía entrar a uno o dos hombres y otros en los que recibía a grupos enteros. Incluso cinco y seis hombres a la vez. Cuando llegaban, me encontraban en un colchón en el suelo, me violaban y, cuando se iban, yo me quedaba en ese colchón sucio llorando durante horas. Pensaba en mi madre, pensaba en las otras chicas, las oía llorar. Sabía que, aunque hubiera podido hablar con mi madre, no le podría haber contado nada porque habría sufrido demasiado”.
Tras cinco meses de violencia y abusos, un hombre avisó a Blessing de que había llegado el momento de irse, durante la noche, a bordo de una barcaza situada en una de las playas libias.
Blessing ya no lloraba. Había perdido sus sueños y su pureza. Le quedaba solo la esperanza de sufrir menos en Italia. “Recuerdo el negro mar, recuerdo que pensaba que moriría -explica la joven sosteniendo un pañuelo entre sus manos-, pero, en realidad, estaba ya muerta por lo que nada me asustaba”. (…)
Hoy, tras haber sido rescatada por un grupo, vive en una comunidad protegida pero todavía siente vergüenza cuando llama a su madre en Nigeria, a la que esconde la verdad. Le explica que aún no le puede enviar dinero pero que un día podrá.