La avidez de los señores de la tierra ha frustrado, hasta ahora, todos los intentos para crear equidad
En los casi dos siglos de vida independiente, los colombianos no hemos podido distribuir con justicia la tierra, que se ha convertido en el escenario y el motivo de una interminable guerra.
Es lo que se puede leer detrás de esta estadística: el 25% de la población concentra en sus manos el 95% de los 113 millones de hectáreas del área nacional; mientras el 75% de la población se las arregla como puede con el 5% de la tierra.
La Corte Suprema en 1926 llamó baldías las tierras no cultivadas y consagró el derecho a adquirirlas a quienes durante cinco años las hubiera trabajado. Como se ve el problema de las tierras es de vieja data, según una investigación reciente del profesor Darío Fajardo. Uno puede imaginar las presiones de los terratenientes sobre los magistrados de la Corte cuando encuentra el otro dato: en 1936, solo diez años después, la Ley 200 determinó que solo se aplicaría esa legislación a las propiedades demandadas antes de 1935. Siguió el beneficio para los terratenientes en la Ley 100 de 1944, que declaró los contratos de aparcería como de conveniencia pública, lo que abarató el trabajo campesino que pagaban los empresarios, según anota Gustavo Gallón (El Espectador 04-08-16).
Hubo alarma en 1961 cuando la Ley 135 se discutió, defendió y promulgó como Ley de Reforma Agraria. Al leerla y percibir sus pocos alcances, los dueños de las tierras se tranquilizaron. Quedaron aún más tranquilos en 1973 con el Acuerdo de Chicoral que, bajo el gobierno de Misael Pastrana, restringió a zonas de colonización la entrega de tierras baldías.
Si algún avance se había registrado en cuanto a equidad en la distribución de tierras, Chicoral lo anuló.
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Es evidente que leyes y estructuras han tenido como norte solapado favorecer los intereses de los poderosos. Concluye el investigador Darío Fajardo que, sin embargo, “no se le puede dar fin a la guerra si se mantienen las políticas que la han generado”.
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Así quedó en evidencia después del plebiscito del 2 de octubre de 2016. De hacerles caso a los triunfadores de esa jornada, la reforma agraria tendría el tamaño de las propiedades de las FARC; y se impondrían las limitaciones de “la presunción de la buena fe no desvirtuable”, con que se blindarían las propiedades de los terratenientes.
De los tres objetivos de las reformas a los acuerdos: la justicia aplicable a los guerrilleros, su participación en política y la reforma rural, esta es la que moviliza de modo más contundente al grupo político de la oposición cuyos líderes actúan primordialmente como propietarios de tierras.
Las tierras adquiridas mediante el recurso de comprarlas baratas a propietarios intimidados se ven defendidas o por ejércitos privados, por instituciones o por mecanismos legales mantenidos para darles seguridad jurídica a los grandes propietarios.
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Los intentos de solución han sido obstaculizados por los grandes propietarios y dueños del poder en las regiones, y cuando una de estas reformas, el régimen de tierras, llegó a ser aprobado fueron tantas las complicaciones y complejidades de su diseño que se volvió inviable.
La realidad examinada en el Foro Integral de Desarrollo Agrario reunido en Bogotá a fines de diciembre de 2012 es distinta: “el modelo de desarrollo que hemos tenido hasta ahora ha producido inequidad y está en el corazón del conflicto”.
La respuesta a esa inequidad debería contemplar aspectos como estos que, presentó en la sesión final del Foro de Desarrollo Integral el jesuita y economista Francisco de Roux, extraídos de su experiencia en el desarrollo del Magdalena Medio. Se refirió De Roux a la necesidad de parar fumigaciones y en cambio generar un impulso decidido en favor del desarrollo regional incluyente. “El conflicto de Tumaco resulta del desequilibrio entre una represión fuerte contra la cultura de coca y el incumplimiento del estado a los programas de sustitución de cultivos”. Agrega De Roux la redistribución productiva de tierras que ahora se dedican a la ganadería y que deben regresar a la producción de alimentos. A esto suma la transformación de INCODER, otra vez tomado “como testaferro de ilegales y corruptos, apunta de Roux, que se permite soñar con “la presencia coherente de empresarios que traigan al campo capital, tecnología, renovación, economías de escala, infraestructura básica de empleo”.
Puestos ante el dilema de promover la dignidad de las personas o de incrementar las ganancias del negocio, los empresarios del campo apenas si contemplaron la primera posibilidad. Todo su empuje y actividad se dirige a la ganancia y prosperidad de la empresa. “El negocio no son las utilidades, el valor agregado primero no son sus ganancias, su negocio es el valor de la región. En Colombia ya no sirven para nada las teorías políticas, ni las ideologías, ni los males públicos, lo único que nos queda es la dignidad humana”, escucharon entre incómodos y asombrados los empresarios que asistieron en diciembre de 2012 al foro agrario.
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