Miró las pastillas que había comprado y, una tras otra, se las comenzó a tomar. El rumor de la ciudad de Medellín llegaba hasta su cuarto. Su conciencia cedió ante al avance de la oscuridad…
Era una oscuridad como la de la noche de su reclutamiento, cuando, a los doce años, dos hombres y una mujer de las FARC llegaron hasta su casa, en Florencia, Caldas, y se la llevaron a la fuerza, ante la impotencia de sus papás.
Por un camino largo y lleno de barro la condujeron a un campamento provisional, en el cual se habían juntado combatientes del frente noveno y del cuarenta y siete. Ambos grupos se repartieron los menores reclutados en aquellos días. A ella se la llevó el noveno frente, comandado entonces por Danilo. “¿Usted es capaz con ese fusil, con ese bolso y 20 libras de economía?”, le preguntó el jefe guerrillero tan pronto la vio. “Si no es capaz, toca matarla”.
Cuando, poco tiempo después, llegó a su primer entrenamiento, ya había sido víctima de una violación. En el entrenamiento le enseñaron cómo disparar, cómo desarmar y armar un fusil, cómo tirar granadas, cómo hacer emboscadas, cómo llevar a un guerrillero herido, cómo matar a una persona que está prestando guardia. Duró siete meses el curso y fue lo suficientemente fuerte como para responder al supuesto de que, en comparación con el entrenamiento, el combate debería ser una suerte de descanso para el guerrillero.
Por su buena puntería, la ubicaron en la avanzada de la primera unidad de la que hizo parte, el puesto más vulnerable en caso de una ofensiva militar. Ya entonces había dejado de ser conocida como “la pequeña” o “la nueva” y había pasado a asumir el alias de Damaris. A los trece años conoció a Cocuyo, un guerrillero de veinte años que la enamoró y la hizo sentir aceptada, a pesar de lo sufrido en los primeros días de su incorporación a las FARC. El comandante Danilo les dio permiso para hacerse novios.
Una noche en la que Damaris prestaba guardia, un guerrillero con el alias de Papas, abusó de ella. Pensó en matarlo, pero tuvo miedo de que luego la mataran. Con los días se manifestó la enfermedad venérea contagiada por el violador. Ignorando lo sucedido, Cocuyo creyó que Damaris le había sido infiel.
Los separaron más adelante, como sanción por descuidar la guardia en una población antioqueña llamada Santa Ana, a donde habían sido enviados a reclutar niños y “a hablar con las masas”. Cocuyo permaneció en una unidad grande. Damaris fue integrada a una escuadra de doce guerrilleros y el cambio la hizo sentir desamparada… Las pastillas que se tomó no lograron matarla. A medianoche se despertó aturdida y con miedo; sintiendo como si la cama se estuviera moviendo. Se incorporó con esfuerzo. Sosteniéndose con las paredes y arrastrando los pies, llegó hasta el baño…
Varios intentos de suicicio
No era la primera vez que intentaba quitarse la vida. Siendo todavía guerrillera, durante sus últimos meses en las FARC, lo había intentado tentando el filo de una navaja, acercándose un revolver a la cien e inyectándose formol. Los enfrentamientos con el Ejército habían arreciado y la suma de todo lo vivido se le empozaba por dentro, haciéndola desvariar. Para aquel entonces otros guerrilleros se habían suicidado. A los 16 años ella no aguantaba más. Se sentía secuestrada y buscaba una fuga.
Un día, mientras prestaba guardia, llegó hasta una casa campesina. La fachada destrozada del inmueble le había llamado la atención. Contraviniendo las normas, se puso a conversar con el hombre que habitaba la construcción en ruinas y le preguntó si conocía a algún sacerdote. Movido por la curiosidad, el hombre le preguntó si estaba pensando en escaparse de la guerrilla. Por un instante, mirándolo a los ojos, dudó si confesarle o no su intención. Después, le respondió tajante: “Sí, pero no vaya a decir nada, que me matan”.
Ayuda de Cruz Roja
El hombre le recomendó escribir una carta a la Cruz Roja y pedirles ayuda. Él mismo se encargaría de hacérsela llegar a la institución, a través de su esposa, quien trabajaba en Medellín. Damaris escribió una nota ahí mismo, con la dificultad de quien solo había podido estudiar hasta segundo de primaria. Se la entregó al hombre y regresó a lo suyo. Con una repuesta positiva de la Cruz Roja, que a los días le hizo saber a través del mismo canal que estaba dispuesta a colaborar en su fuga, Damaris estuvo a punto de escaparse una noche en que hacía de centinela. Sin embargo, a pesar de sentir que era un momento propicio para lanzarse a la huida, no fue capaz de hacerlo. Entre la oscuridad y el monte, se sintió perdida.
Regresó a su habitación con la misma confusión en su cabeza y el efecto de las pastillas en todo el cuerpo. El tanque del inodoro llenándose todavía sonaba cuando ella se tumbó en la cama exhausta. No tardó en quedarse dormida otra vez…
Una mañana fue relevada de la guardia antes de tiempo. Alias Vicente, el comandante de la escuadra a la que pertenecía entonces, la mandó a llamar y le ordenó ir en busca de una persona a quien la guerrilla extorsionaba por aquellos días. Sin saberlo, le puso en frente su última oportunidad para escapar. Tras salir del campamento, Damaris se dirigió a la casa del campesino con quien venía preparando su fuga. Este, al verla, le dijo al instante que hombres de la Cruz Roja la recogerían a la diez de la mañana en un sector conocido como El Cruce. Era un sitio con presencia paramilitar y ella vaciló. Sin embargo, ya no había forma de cambiar el punto de encuentro y se abrió camino llena de miedo.
En los días anteriores había tenido pesadillas en las que guerrilleros de su grupo la descubrían y asesinaban, mientras trataba de huir. Pensar en que también podía caer en manos del Ejército o de los paramilitares apostados en la zona le agudizaba el pavor. Las historias sobre jóvenes guerrilleras que, al ser capturadas, sufrían vejámenes de todo tipo volvían a su mente. Tenía poco tiempo y hubiese preferido echarse a rodar, si ello hubiera sido garantía para llegar antes al lugar acordado.
Miraba sus pies y le parecían demasiado pequeños para lo rápido que debía andar. Cuando levantó la mirada y advirtió a unos metros la presencia de uno de los guerrilleros de la avanzada, se echó al suelo, aterrada, para evitar ser vista. Al percatarse de que no había sido descubierta, se escabulló en otra dirección. Junto a una vivienda, encontró un caballo. A lomo del animal continuó la huida, entre intervalos de tiempo en que la bestia se detenía, impasible ante su angustia. Damaris vio un bus escalera a lo lejos, serpenteando sobre un camino veredal. Logró alcanzarlo y obligó al conductor a llevarla hasta el cruce. Allí, finalmente, se reunió con las personas de la Cruz Roja que la llevaron a Medellín.
La difícil salida de la guerrilla
En la ciudad se formalizó su desvinculación de las FARC. No por ello gozó de su libertad. Durante una entrevista, en privado, un militar a cargo de confirmar su pasado guerrillero pretendió sobrepasarse. Se bajó los pantalones frente a ella y la amenazó con poner en riesgo el concepto que permitiría el avance de su tránsito hacia la vida civil, si no se sometía a sus deseos. No se sometió. Aun así, fue vinculada al programa del Bienestar Familiar para la reintegración de jóvenes excombatientes.
Después de que varias familias le cerraron las puertas de su casa, encontró un hogar de paso estable, junto a una mujer que había perdido a su hija de quince años y no se negó a acogerla, sabiendo que había sido guerrillera. Medellín la asustaba, pero intentó salir adelante. Damaris quedaba atrás, como un alias que ya no necesitaría. Pero el peso de lo todo lo guardado en el corazón la acompañaba, iba con ella de la casa a la calle y de la calle al sitio donde intentaba recuperar el tiempo perdido, estudiando.
Sin noticias de su familia
Le era imposible establecer el paradero de su familia, para comunicarse con ella, para decirle que estaba viva y que se sentía sola. Desconocía que los suyos habían sido desplazados después de su reclutamiento, cuando, infructuosamente, su mamá había intentado recuperarla yendo al campamento al que fue llevada en la noche de su rapto.
Comenzó a frecuentar los cementerios, para llorar; y, al final del día, regresaba a casa llevando en sus zapatos la tierra amarilla que entre tumba y tumba recogían sus pies. Aquel día, sumó a su recorrido el paso por varias droguerías. Compró antibióticos y pastillas de todo tipo, decidida a acabar con su vida, como si la muerte fuese lo único capaz de hacerle encontrar la libertad. Dormida, rendida por el cansancio y por la acción de lo tomado, sin haber logrado su propósito, ignoraba que tendrían que pasar cinco años antes de que pudiese volver a saber de su familia.
─ Cuando se la llevaron, me arrancaron el alma─, le diría su mamá por teléfono durante la llamada en que pudo recuperar el contacto con los suyos.
Ya entonces ella misma sería madre de una niña y de un niño.
Hoy tienen once y doce años −la misma edad que ella tenía cuando las FARC fue a su casa para llevársela−.
─ Mi mamá, ¿por qué es tan rara en tantas cosas y tan misteriosa?─, se preguntaron más de una vez. Un día ella decidió contarles su historia.
─ ¿Por eso es que llora cuando ve televisión, mami?