Francisco no podía finalizar su visita apostólica a Myanmar y Bangladesh sin encontrar a una representación de la etnia rohingya y sin utilizar esa palabra. Ha pedido a la comunidad internacional que adopte “medidas decisivas” y ponga fin cuanto antes a esta tragedia de casi un millón de seres humanos.
Hoy viernes 1 de diciembre, penúltima jornada de su estancia en Dacca, la capital de la nación bengalí adonde llegó el jueves a mediodía, el Papa ha podido saludar a un grupo de 16 representantes de este pueblo martirizado. Tuvo lugar al final de un encuentro interreligioso celebrado a media tarde (por la mañana en España) en el jardín del Arzobispado.
Estos rohingya viven provisionalmente y en difíciles condiciones materiales y sociológicas en el llamado Cox’s Bazar, un campo de refugiados situado a pocos kilómetros de distancia de Dacca. Los que han visto a Francisco son miembros de tres familias, doce varones y cuatro mujeres, dos de ellas de tierna edad.
El Papa ha estrechado sus manos con todos y cada uno de ellos, ha escuchado atentamente y con evidente emoción sus palabras, el relato de su drama personal, y en algún momento les ha acariciado. Todos estaban muy conmovidos, las lágrimas han aparecido en algunos de sus rostros.
Su portavoz declaró minutos después al enviado especial de ‘Le Figaro’, Jean Marie Guenois: “El gobierno birmano, le hemos dicho al Papa, nos ha torturado, nos ha robado nuestra ciudadanía; ha asesinado a los nuestros con el fuego, les encerraba en sus casas y luego las incendiaba”.
Después, en unas palabras improvisadas, Francisco ha dicho: “Estamos cerca de vosotros, vuestra situación es muy dura. En nombre de todos los que os han hecho mal, por la indiferencia del mundo os pido perdón (…). Queridos hermanos y hermanas, solo hacemos ver al mundo lo que hace el egoísmo del mundo con la imagen de Dios (…). No miremos hacia otro lado. La presencia de Dios hoy también se llama rohingya”.
Antes de este encuentro, Bergoglio había presidido una ceremonia con los representantes de las religiones musulmana, budista e hinduista del país, en la que también tomó parte el arzobispo anglicano de Dacca.
En su discurso, el Papa definió el acto como un “momento muy significativo”, expresión de “nuestros deseos de armonía, fraternidad y paz encarnados en las enseñanzas de las religiones del mundo”, que deben constituir una llamada de atención “respetuosa pero firme a quien busque fomentar la división y el odio, la violencia en nombre de la religión”.
Más que una simple tolerancia entre los seguidores de otros credos, Francisco pidió “apertura de corazón”, que debe ser a la vez una puerta abierta al diálogo y no un simple intercambio de ideas, una escalera que lleve al absoluto y abra la mano a la amistad y un camino que conduzca a la búsqueda de la bondad, el bien de nuestros prójimos e irrigue “las tierras desiertas del odio, la corrupción, la pobreza y la violencia que tanto dañan la vida humana, divide a las familias y desfiguran el don de la creación”.
También recordó la necesidad de luchar contra el “virus de la corrupción política, las ideologías religiosas destructoras, la tentación de cerrar los ojos frente a las necesidades de los pobres, los refugiados, las minorías perseguidas y los más vulnerables”.
Como detalle simpático, después de recibir en la Nunciatura a la primera ministra Sheikh Hasina, el Papa recorrió la breve distancia entre el Arzobispado de Dacca y el jardín donde se reuniría con los altos dignatarios de otras religiones en un rickshaw, la popular bicicleta que usan los bengalíes para abrirse paso en el caótico tráfico ciudadano.