Francisco ordenó detener el Papamóvil en las calles de Trujillo para felicitar por su cumpleaños a Trinidad, una anciana invidente de 99 años
Narrativa de lo cotidiano. La vida escrita los Evangelios. Página real la de aquel hombre bajito que se sube a la higuera. La única manera de hacerse ver por quien sabe que puede devolver el sentido a su vida. Renglones de confianza que se esconden en la mujer atormentada que se sabe deshauciada, pero no duda en tocar su ropa. Y queda sanada.
Palabras de esperanza la que esperaba ayer una anciana centenaria, con la vista perdida, pero con una fe despejada. En Trujillo. Acompañada por los suyos. Levantaban un enorme cartel: “Me llamo Trinidad. Cumplo 99 años. No veo. Quiero tocar su manito”.
A la vera del camino. Allí esperaba su paso. Como tantas multitudes esperaron al de Nazaret. Como lo ansió Bartimeo, aquel que recobró la vista. El milagro se obró en él. El anhelo de Trinidad no llega tan lejos. No necesita de hechos extraordinarios, porque su corazón, a estas alturas de la vida, ya está libre de toda miopía o astigmatismo. Tiene luz y sabe lo que es el color de la misericordia. Porque a buen seguro, su fe ya la había curado. Pero necesitaba esa caricia que sabe a abrazo de Padre, que siempre se necesita.
Deseo cumplido. El Papamóvil se detiene. Y Francisco baja a felicitarla. Y a bendecirla. Regalo para ella, pero milagro para los que contemplan la escena. A su lado o a través de las redes sociales. Que se saben interpelados por la autoridad que se apea del programa oficial para dejarse conmover por el que está en los márgenes de la calle. Que antepone la persona a lo establecido, como la espontanea boda a miles de pies de altura sobre suelo chileno. Que sabe hacerse samaritano cuando una policía se cae del caballo y queda tirada en la calle. La narrativa de lo cotidiano se torna en poesía de lo concreto. Porque el Evangelio se sigue escribiendo hoy. El Espíritu inspira. Con la tinta de Francisco.