La primera vez que fui al dentista, con ocho años, mi abuela me dijo que no tuviera miedo, Santa Apolonia te protege. Me mostró la estampa de una niña con las tenazas, y me contó su historia. Hace doscientos años, en Alejandría de Egipto, en el barrio del Faro, se paró una caravana de mercaderes. Cuando salió de nuevo, se había dejado atrás una niña dentro de una cesta. Olvidada y abandonada, fue recogida por dos hortelanos, marido y mujer sin hijos, que la tomaron con un don del cielo. Lo era.
Sonreía y reía a menudo, también el padre le decía “atenta, la risa es la puerta al infierno. Una mujer respetable no debe reír”. También la madre la avisaba: “No debemos llamar la atención, porque somos cristianos, y nuestros vecinos todos paganos. Si alguno nos denuncia será el final”.
El emperador Decio había declarado el cristianismo un crimen contra el estado. En la vida de todos los días, sin embargo, paganos y cristianos vivían en paz. La madre habló de Jesús a Apolonia, y ella lloró por él, que de ser Dios se había convertido en víctima. Tal don se podía devolver solo imitando su muerte. Y acogió su palabra con alegría, porque era lo que ella sentía en su relación con el mundo.
Las madres la confiaban a los niños cuando todavía era niña, si alguien tenía hambre compartía su pan, asistía a los enfermos y les hacía estar alegres. Le venía así, el dolor del otro se convertía en el suyo, y tenía que aliviarlo. Los padres se enfadaban cuando repartía los frutos del huerto, pero ella sonreía y todo se iluminaba, y terminaban sonriendo también ellos.
Los padres murieron, y ella se dedicó del todo al servicio de los otros. Vivía de su huerto. Cantaba junto a los niños, y sus cantos suavizaban las almas. Mansa pero atrevida, no soportaba las injusticias y no retrocedía por defender a los débiles: como Jesús. Cuando su vecino, Ampelio, el jefe del barrio, pagano fanático, dominaba y acosaba, Apolinia era la única que conseguía mantener la cabeza alta. Ampelio la deseaba y la odiaba. Odiaba su boca: no soportaba su sonrisa, y sus palabras justas. Le hubiera gustado apagar el brillo de sus dientes.
Para tenerla en su poder, le pidió matrimonio. Pero ella respondió que no podía casarse, porque tenía demasiado que hacer. Siempre había alguien que la necesitaba, y tenía que correr. Quien daba a luz, quien había perdido el cabrito, o un niño había tenido una pesadilla, a los moribundos no les hablaba del Cielo sino de él que se estaba muriendo, lo trataba como vivo hasta el último aliento, lo llamaba por su nombre. El moribundo se sentía amado, y moría en gracia de Dios.
Apolonia es la santa de las pequeñas cosas. No se movió nunca de su barrio. Ayudaba. No hizo nada clamoroso, excepto su final. Milagro solo uno, y pequeño ese también: la multiplicación del pan. Una mujer pobre con cinco hijos le pidió ayuda, y ella amasó un pan dorado. El pan se terminó, pero desde entonces aparecía de nuevo cada día en la mesa de esa familia. También sin milagros conseguía siempre dar de comer y consolar a los abandonados.
En su dedicación no distinguía entre cristianos y paganos, egipcios o extranjeros, hombre o mujeres, malos o buenos. Pero sus preferidos eran los niños. Juntos cantaban siempre. Apolonia hablaba de Jesús, enseñaba la misericordia y la valentía, jugaban al ‘pilla-pilla’. Su risa era una oración. Pasaban los años. Su vecino no le perdonaba el rechazo, y la acechaba para insultarla.
–¡Mira cómo has adelgazado! Mueres de hambre, y llevas detrás una banda de mocosos, lisiados y mendigos. Y también te estás poniendo fea. Si te hubieras casado conmigo… Eres una rama seca, no tiene ni siquiera un hijo tuyo.
–Pero tengo todos los de los otros, respondió Apolonia, y sonrió y todo brilló, y Ampelio se quedó en silencio.
–Esa sonrisa -pensaba- esa sonrisa debe cancelarse para siempre.
¿Cómo vengarse? No osaba matarla, era demasiado amada por la gente. El diablo vino a su encuentro. Empezó la persecución de los cristianos, con la acusación de haber sembrado la epidemia que se estaba difundiendo. Gran momento para saqueos y venganzas. Muchos cristianos huyeron, pero Apolonia no quiso moverse. Como siempre, tenía demasiado que hacer, también para ponerse a salvo.
Una comisión imperial llamaba a los ciudadanos uno a uno, y les pedía ofrecer sacrificios a los dioses. Quien rechazaba, era acusado de seguidor de Jesús, y ajusticiado. Ampelio corrió a denunciar a Apolonia: no solo practicaba la religión prohibida, sino que la enseñaba a los niños, había infectado a todo el barrio, era peligrosa…
Para arrestar a esa pequeña mujer vino una escuadra de soldados romanos, con lanzas. Les precedía Ampelio, que quiso encadenarla en persona. Durante todo el camino, él no dejó nunca de cantar victoria.
–Ahora ya no te ríes más, ¿eh? Adelante, ¿por qué no sueltas una gran carcajada?
La llevaron delante de la comisión. Le pidieron que renegara de Cristo. Ella se negó, y de la multitud se elevó un grito de admiración. Entonces, Ampelio se lanzó sobre ella y con una tenaza en la mano, le arrancó los dientes.
Callada, ensangrentada, Apolonia hizo una vez más el signo de no. La amenazaron con quemarla viva. Ampelio con la antorcha prendió fuego a la hoguera, buscando con deleite el miedo en su rostro.
–¿Entonces? ¿Sigues persistiendo?
Ella miró la hoguera que ardía impetuosa. Hizo el signo de que le quitaran las cadenas.
–¡Ah! Has cedido, ¿eh? – exclamó Ampelio, mientras el reflejo del fuego enrojecía su rostro maligno. Triunfal, le quitó las cadenas.
Apenas liberada, Apolonia de un salto se lanzó a la hoguera y se quemó, liberándose de sus perseguidores. Ampelio vio entre las llamas una última vez su sonrisa, el brillo de esos dientes que le había arrancado.
No se escucha nunca decir ¡Santa Apolonia ayúdame! Pero el culto dura a lo largo de los siglos. Los que sufren a causa de los dientes se dirigen a ella, que habiendo sufrido tanto les entiende. Un diente suyo fue una reliquia preciosa, y se multiplicó hasta tal punto que, cuando Pío VI ordenó requisar las falsas reliquias, fueron recogidos tres kilos de dientes de la santa.
En algunas regiones de Italia y de España, santa Apolonia se transforma en un ratoncito, que a cambio del primer diente deja un regalo. Un santa del juego, una santa de los niños. Esa primera vez, el dentista no me hizo daño.