El 18 de agosto de 2014, Francisco sobrevoló el espacio aéreo chino con el avión que le llevaba de vuelta a Roma tras concluir su visita a Corea del Sur. Aprovechando la circunstancia, un reportero le preguntó si tenía intención de viajar a China. “¿Que si me gustaría ir? Por supuesto. ¡Mañana!”, respondió, para mostrar a continuación su “respeto” al pueblo chino y solicitar la misma consideración para los católicos del país. “La Iglesia pide únicamente libertad para su misión, para llevar a cabo su tarea; no hay más condiciones”. Aquellas frases no eran un brindis al sol. Bergoglio está a punto de deshacer uno de los más difíciles nudos gordianos con que cuenta hoy la Santa Sede a nivel internacional: la relación con el Gobierno chino.
Con sus 1.379 millones de habitantes, de los que solo unos 12 millones son fieles a la Iglesia de Roma, el gigante asiático representa una última frontera para expandir el catolicismo, como ya lo era en la época de Matteo Ricci, el jesuita italiano que, entre finales del siglo XVI y principios del XVII, predicó el Evangelio por los dominios de la dinastía Ming. Hoy, otro jesuita parece haber resuelto el pulso que Roma y Pekín llevaban décadas echándose a cuenta de los límites de la libertad religiosa y, en particular, sobre quién tienen la última palabra en el nombramiento de los obispos.
El Gobierno de Xi Jinping parece dispuesto a llegar a un punto de encuentro en ese espinoso asunto y a reconocer a los 30 pastores de la llamada Iglesia clandestina, donde están encuadrados los fieles que no quieren formar parte de la Asociación Patriótica Católica China (APCC), el organismo eclesial promovido por las autoridades. Cuando este nuevo entendimiento quede firmado, se dará un paso de gigante en las relaciones entre dos estados cuyas vías diplomáticas llevan rotas desde 1951, tras el ascenso al poder de Mao.
“El acuerdo está listo y esperamos que se suscriba lo antes posible. No es perfecto, pues pone límites a la libertad de la Iglesia, pero es el mejor acuerdo que podíamos conseguir hoy. Por eso hemos querido que tenga un carácter provisional y podamos revisarlo cada dos o tres años”. Fuentes vaticanas que conocen bien cómo se ha desarrollado la negociación, reconocen a Vida Nueva que la comunidad católica va a seguir sufriendo algunas limitaciones, pero la alternativa a llegar a un entendimiento era mucho peor. “En China hacen falta unos 40 obispos. Si no llegamos a un acuerdo, el Gobierno nombrará por su cuenta y de una tacada a 10 o 15 prelados, que serían ilegítimos para el Vaticano. Hoy Pekín esta dispuesta a que el Papa sea el que elija a los obispos, pero para ello hay que reconocer primero a los que fueron ordenados de forma ilegítima”.
Que Roma y Pekín vayan a llegar a un acuerdo para el nombramiento de obispos en el país asiático no significa que sea inminente el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y China. “Se trata de dos planos diferentes: uno en el terreno religioso y otro en el político. Si se siguen dando pasos, todo llegará, pero todavía falta tiempo”, aclara un eclesiástico que ha seguido la negociación. Otro prelado coincide con él al señalar que “los tiempos todavía no están maduros” para que se produzca una audiencia en el Vaticano entre el Papa y el presidente Xi Jinping, paso imprescindible para que el Pontífice cumpla más adelante su sueño de realizar un viaje a China. Aquel “mañana” con el que Bergoglio respondió en agosto de 2014 a la pregunta del periodista, parece hoy más cerca que entonces, pero todavía se hará esperar.