Del 3 al 28 de octubre de 2018, Roma acogerá el Sínodo de los Obispos sobre ‘Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional’. Esta misma semana, se celebra una reunión preparatoria con jóvenes de los cinco continentes para marcar las líneas de acción para ese encuentro que pretende elaborar la hoja de ruta de la Iglesia para acercarse a los ‘millennials’ en los próximos años.
El empeño del papa Francisco en esta cita es tal que son numerosos los gestos dirigidos a poner los focos en ella. De ahí la publicación de ‘Dios es joven’ (Planeta), el libro que sale hoy a la venta y se nutre de las entrevistas y conversaciones inéditas que el periodista Thomas Leoncini ha mantenido con el Papa.
“Los jóvenes están hechos de la misma pasta que Dios. Apoyarlos a ellos es apoyar el futuro de la Iglesia y de la humanidad”, asegura Jorge Mario Bergoglio en esta obra de la que Vida Nueva les ofrece a continuación un fragmento en exclusiva.
“Parece que crecer, envejecer, estancarse es algo malo. Es sinónimo de vida agotada, insatisfecha. Hoy parece que todo esté maquillado y enmascarado. Como si el propio hecho de vivir no tuviera sentido. ¡Recientemente he hablado de lo triste que es que alguien quiera hacerse un ‘lifting’ incluso en el corazón! ¡De lo doloroso que es que alguien quiera borrar las arrugas de tantos encuentros, de tantas alegrías y tristezas! Demasiado a menudo hay adultos que juegan a ser jovencitos, que sienten la necesidad de ponerse al nivel del adolescente, pero no entienden que es un engaño. Es un juego diabólico. No logro comprender cómo es posible que un adulto sienta que compite con un muchacho, pero lamentablemente sucede cada vez más a menudo. Es como si los adultos dijeran: ‘Tú eres joven, tienes esta gran posibilidad y esta enorme promesa, pero yo quiero ser más joven que tú, yo puedo serlo, puedo fingir que lo soy y ser mejor que tú también en esto’.
Hay demasiados padres con cabeza adolescente, que juegan a la eterna vida efímera y, más o menos conscientemente, convierten a sus hijos en víctimas de este perverso juego de lo efímero. Pues, por un lado, educan a hijos sumidos en la cultura de lo efímero y, por otro, hacen que crezcan cada vez más desarraigados, en una sociedad que llamo por ello desarraigada.
Hace algunos años, en Buenos Aires, cogí un taxi: el conductor estaba muy preocupado, casi afectado, y me pareció enseguida un hombre inquieto. Me miró por el espejo retrovisor y me dijo: ‘¿Usted es el cardenal?’. Yo contesté que sí y él replicó: ‘¿Qué debemos hacer con estos jóvenes? No sé cómo manejar a mis hijos. El sábado pasado subieron al taxi cuatro chicas apenas mayores de edad, de la edad de mi hija, y llevaban cuatro bolsas llenas de botellas. Les pregunté qué iban a hacer con todas aquellas botellas de vodka, whisky y otras cosas; su respuesta fue: ‘Vamos a casa para prepararnos para la juerga de esta noche”. Este relato me hizo reflexionar mucho: esas chicas eran como huérfanas, parecía que no tuvieran raíces, querían convertirse en huérfanas de su propio cuerpo y de su razón. Para garantizarse una velada divertida, tenían que llegar ya borrachas. Pero ¿qué significa llegar a la juerga ya borrachas?
Significa llegar llenas de ilusión y llevando consigo un cuerpo que no se controla, un cuerpo que no responde a la cabeza ni al corazón, un cuerpo que responde solo a los instintos, un cuerpo sin memoria, un cuerpo compuesto solo por carne efímera. No somos nada sin la cabeza y sin el corazón, no somos nada si nos movemos presa de los instintos y sin la razón. La razón y el corazón nos acercan los unos a los otros de una manera real; y nos acercan a Dios para que podamos pensar en Dios y podamos decidir ir a buscarlo. Con la razón y el corazón podemos también entender quién está mal, identificarnos con él, convertirnos en portadores del bien y del altruismo. No olvidemos nunca las palabras de Jesús: ‘Quien quiera ser grande entre vosotros servirá, y quien quiera ser el primero de entre vosotros será esclavo de todos. Ni siquiera el hijo del hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir’ (Marcos 10, 43)”. Papa Francisco