Domingo de la Divina Misericordia. Festividad instaurada por Juan Pablo II y que Francisco, no solo le ha dado continuidad, sino que ha vertebrado su pontificado. Así lo puso de manifiesto una vez más esta mañana de 8 de abril durante la celebración de la eucaristía en la Plaza de San Pedro, en la que le acompañaron los más de 500 sacerdotes enviados a por todo el planeta como misioneros de la misericordia. Durante la homilía, presentó la misericordia de Dios, no como “una entre otras cualidades suyas, sino el latido mismo de mismo de su corazón”.
A partir del Evangelio del incrédulo Tomás, Francisco se preguntó en la homilía “cómo saborear este amor, cómo tocar hoy con la mano la misericordia de Jesús”. Para él solo hay un camino: “para experimentar el amor hay que pasar por allí: dejarse perdonar”.
Este fue el punto de partida para ahondar en el sacramento de la reconciliación. Él mismo reconoció que “ir a confesarse parece difícil, porque nos viene la tentación ante Dios de hacer como los discípulos en el Evangelio: atrincherarnos con las puertas cerradas. Ellos lo hacían por miedo y nosotros también tenemos miedo, vergüenza de abrirnos y decir los pecados”.
Al igual que hiciera en el Via Crucis el pasado Viernes Santo en el Coliseo, pidió recuperar la vergüenza como valor. “Cuando sentimos vergüenza, debemos estar agradecidos: quiere decir que no aceptamos el mal, y esto es bueno. La vergüenza es una invitación secreta del alma que necesita del Señor para vencer el mal. El drama está cuando no nos avergonzamos ya de nada. No tengamos miedo de sentir vergüenza. Pasemos de la vergüenza al perdón”, sentenció.
En esta misma línea, alertó de la tentación de caer en la rutina frente a la confesión al pensar que no podemos cambiar nada en nuestra vida. “Entonces, desalentados, renunciamos a la misericordia”, señaló Bergoglio que explicó cómo “en cada perdón somos renovados, animados, porque nos sentimos cada vez más amados”.
Por último, Francisco comentó que “además de la vergüenza y la resignación, hay otra puerta cerrada, a veces blindada: nuestro pecado”. Así, detalló que “cuando cometo un pecado grande, si yo —con toda honestidad— no quiero perdonarme, ¿por qué debe hacerlo Dios? Esta puerta, sin embargo, está cerrada solo de una parte, la nuestra; que para Dios nunca es infranqueable”.