“No seremos nunca capaces de valorar la ayuda que los hermanos nos dan también si no nos damos cuenta. ¡Cuánta valentía infunde en nosotros su fe, cuánto calor su amor, como nos arrastra su ejemplo!”. Chiara Lubich (1920-2008), la autora de estas líneas, es mundialmente conocida como aquella que ha sabido arrastrar detrás de Cristo –animada por el poderoso carisma del Espíritu Santo– a cientos de miles de personas; aquella que habla a las multitudes, tiene intensas relaciones con budistas, musulmanes, es seguida por personas sin convicciones religiosas y da de nuevo, a pequeña escala pero real, un aliento de vida a la política, a la economía.
¿Cómo valorar entonces la ayuda que ha recibido de muchos hermanos y hermanas? En la balanza de las aportaciones de todo tipo que le han hecho no es de poco peso la amistad con sus primeras compañeras. Todo comenzó con una elección íntima y personal: la elección de Dios, y con la consagración en la virginidad en 1943 en Trento con la Segunda Guerra Mundial. Pero bien pronto no es un “yo”, sino un sujeto colectivo que se mueve, actúa, comprende, reza y ama: Chiara y sus primeras compañeras.
Se llaman Giosi, Natalia, Valeria, Palmira, Silvana. Se podrían haber convertido en personas comunes, sin embargo, han sido faros en los cinco continentes, pescadores de hombres dos mil años después de Pedro. Y todo esto es por la amistad indefectible con Chiara Lubich. Esta historia tiene cosas increíbles, y también es muy sencilla. Se entiende si se abre el Evangelio en el capítulo 13 de Juan y se lee. “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Juan, 13, 34).
Un mandamiento practicable solo en comunidad, nadie puede vivirlo en soledad. Cuando, en los refugios para protegerse de las bombas, escuchan este pasaje, se intercambian una mirada de entendimiento profundo, mientras miden el compromiso pedido por el “como yo os he amado”. No dudan en declararse recíprocamente: “Yo estoy preparada para amarte hasta dar la vida por ti”. Es un pacto que cada una sella con las otras. Es la voluntad de expulsar toda envidia o competitividad, tan fácil entre las mujeres. Chiara lo considerará el evento fundamental del que todo fluyó, el inicio de un nuevo estilo de vida, el fundamento, la piedra angular sobre la cual apoyará el edificio del movimiento de los Focolares.
Ciertamente no es algo inédito en la historia de la Iglesia: Agustín, Benito, Francisco, han incluido en sus reglas de vida el amor fraterno. Pero hay quizá algo nuevo. Chiara tiene el talento de la comunidad, para ella es imposible que no circule todo entre ellas, por eso transmite a las compañeras que tanto ama lo que vive y todo lo que el Espíritu Santo le inspira. Así, en la base del pacto vivido en una fidelidad a veces heroica, el grupo de amigas camina juntas. Son un alma sola.
¿Se puede hablar de amistad? ¿Son amigas o hermanas? Entre ellas hay una unión sólida como la roca, y quisiera ilustrar con dos ejemplos la cualidad de esta relación única de amistad que valora, libera las potencialidades, sostiene, hace crecer la persona y edifica una obra de Dios. Estamos en 1954. Desde que se habían conocido en Trento, han pasado diez años entre conquistas, luces, amor y alegría, a veces lágrimas. En Roma viven con Chiara Giosi, Graziella, Natalia, Vittoria (llamada Aletta), Marilen, Bruna, Giulia (llamada Eli).
Un día, mientras Chiara se detiene a mirarlas una a una, le viene a la mente una frase del libro de Proverbios: “La Sabiduría edificó su casa, talló sus siete columnas” (Proverbios 9, 1). Ve siete mujeres jóvenes, cada una con su talento, con su genialidad, unidas entre ellas y con las raíces en Dios. He aquí las siete columnas de la sabiduría sobre la cual construir la casa, he aquí los siete colores del arcoiris que brotan de una única luz, el amor. Siete aspectos del amor interdependiente entre ellas, fluyentes el uno del otro y el uno en el otro.
A Giosi, Chiara le confía la gestión de la comunión de los bienes y de los sueldos, así como el cuidado de los pobres. Es la comunión de los santos en el cielo, la comunión de los bienes en la tierra: el rojo del amor. A Graziella, le confía “el testimonio y la irradiación”, el naranja. Graziella llevará este espíritu a los ambientes más variados, sin olvidar nunca que el apostolado empieza del “saber dar la vida por el amor recíproco”.
Natalia, llamada Anzolon, “angiolone”, había sido la primera compañera: para ella, encarnar el corazón de este ideal, el grito de Jesús abandonado de amar para vivir de personas que saben donar, con su solo ser, amor. Llevará este secreto entre los miembros del movimiento y más allá del Telón de Acero. Era la espiritualidad y la vida de oración, el amarillo del arcoiris. Aletta será recordada como aquella que infunde entre los miembros del movimiento el compromiso de cuidar de la salud física, mental, espiritual, para ser capaz de formar una comunidad unida en el amor y en la paz: lo hizo en el Oriente Medio en guerra. Chiara le confió la naturaleza y la vida física, el verde.
A Marilen, que vivió quince años en el bosque de Camerún en medio de una tribu que practicaba la religión tradicional y dio testimonio de un respeto incondicional por su cultura, Chiara confió el azul: la armonía y la casa. Bruna era una intelectual y Chiara la veía como aquella que debía desarrollar el aspecto de los estudios como bagaje a la sabiduría: el índigo. A Eli, que estaba siempre al lado de Chiara, preocupándose que todos los miembros en el mundo vivieran al unísono como un solo cuerpo, se le encomendó el aspecto de la “unidad y medios de comunicación”, el violeta.
Recordamos además otras compañeras que tendrán sucesivamente tareas particulares o irán por los cinco continentes: son Dori, Ginetta, Gis, Valeria, Lia, Silvana, Palmira. Casi veinte años después, cuando el movimiento estaba bien consolidado en muchas naciones gracias al trabajo de sus primeras compañeras y –no debemos olvidarlo– de sus primeros compañeros, la misma Chiara quiso explicar la relación que la unía a sus compañeras en lo íntimo de su casa, de su focolar:
“La filadelfia (amor fraterno) en mi focolar es más que una realidad. Es aquí que yo tomo fuerza para afrontar las cruces de cada jornada, después de la unión directa con Jesús. Aquí la una se preocupa de la otra según la necesidad. Aquí se va de la sabiduría comunicada con espontaneidad […] a los consejos prácticos sobre la salud, el vestido, la casa, la comida, a ayudas cotidianas, con sacrificios que a menudo no se cuentan. Aquí, en resumen, estás convencido de que nunca serás juzgado por el hermano, sino amado, excusado, ayudado. Aquí la traición incluso mínima, no es pensable. Aquí corre sangre de casa, pero celeste. […] Cuando después quiero verificar si la mía es una inspiración, si una conversación que debo hacer a cualquiera, un artículo, hay que corregir en un punto o en otro, se lo leo pidiendo solo el vacío absoluto de juicio. Ellos lo hacen y yo siento engrandecida la voz de Jesús dentro que me dice: “Aquí bien, aquí al principio, aquí es largo, aquí explica mejor”. Releo con ellas el texto y lo encontramos como queríamos, con alegría de todas”.
No sorprende entonces que, como testamento, Chiara haya dejado a los suyos esta sencilla frase, pero impregnada de una larga experiencia y saber hacer: “Sed siempre una familia”.