Un cartel cuelga de una puerta. Habla de relaciones humanas basadas en la fuerza del amor y no en la lógica del triunfo y el beneficio individual. Recoge así lo que cada martes pasa en la casa de Leopoldina Mendoza, que acoge a vecinos y vecinas de edad avanzada, muchos de los cuales viven solos y sin los debidos cuidados. Hay naipes y piezas de dominó sobre las mesas. La gente departe espontáneamente, se pone al tanto y comenta la vida.
Mientras corre la tarde, algunos recuerdan el origen del barrio. Las Colinas, en el sur de Bogotá, la capital de Colombia, fue fundado por personas como Jaime Muñoz y Arturo Moncada. Hablamos de familias que llegaron huyendo de la violencia de mitad de siglo; invadieron terrenos y alzaron sus casas de paroi. Resistieron el embate de la fuerza pública, enviada a desalojar y destruir sus ranchos, hasta que la Caja de Vivienda entró y organizó la ocupación en la década de 1970. Ya entonces, Alfonso Garavito, párroco del Olaya, se había puesto del lado de quienes no tenían garantizado techo, alimentación ni los mínimos servicios públicos. Entregó comida, sacó a gente de la cárcel, llevó ayudas e hizo poner el agua. “Creo en una Iglesia pobre y entregada a su pueblo”, decía en 2003, cercano ya el final de su vida. Aunque todavía podía vérsele en su antiguo Volkswagen, atareado en solucionar necesidades ajenas que sentía como propias.
Mujeres por la vida
Antes de vivir en el barrio, Leopoldina ya venía a Las Colinas, acompañando al sacerdote y apoyando sus labores apostólicas. Cuando un grupo de dominicas de la Presentación se insertaron en el lugar, ella se unió también al trabajo de las religiosas en favor de la gente; ellas le enseñaron lo básico para el ejercicio de la enfermería. Como una herencia, la actitud de servicio le viene de su padre: un campesino tolimense con ascendencia indígena. Médico tradicional y profesor espontáneo que enseñaba a la gente a escribir su nombre. Leopoldina es de Chaparral y nació en 1944. De niña jugó entre montañas inolvidables, atestadas de venados, búhos y guacharacas. Sus primeros años de vida los pasó en El Moral, sobre la cordillera, con vista a cumbres nevadas.
La misma búsqueda emprendió Carmenza Jurado, proveniente de Pasto. Con Leopoldina, se ocupa del cuidado de sus vecinos y vecinas. Mientras la gente juega y conversa, Leopoldina les toma la tensión uno a uno y Carmenza lleva el registro en un cuaderno. Estimuladas por la acción del padre Garavito, cuyo nombre se repite una y otra vez, ambas fueron fundadoras de la iglesia del barrio, junto a otras mujeres. En pleno desarrollo del consumo de droga entre jóvenes delincuentes del sector, Carmenza se encargó en su momento de proveer de primeros auxilios a los muchachos cuando alguno caía herido como consecuencia de alguna refriega. Les ayudaba a bajar entre cobijas de la parte alta del poblado si era necesario llevarlos al hospital. Leopoldina, Carmenza y sus compañeras, organizadas como una comunidad eclesial de base, han dado a su grupo un nombre ciertamente significativo: Mujeres por la Vida. Realmente lo son.