Acodado en el callejón del Tendido 7, el sacerdote navarro Cruz Goñi Paternáin fija la mirada en la resplandeciente arena de la Plaza Monumental de Las Ventas del Espíritu Santo y, quién sabe si soñando con las faenas vistas allí a José Tomás, Enrique Ponce, César Rincón o Alejandro Talavante, afirma rotundo que “Las Ventas es la iglesia más grande de Madrid”. Y es que, sostiene en este encuentro con Vida Nueva, “aquí estamos ante una liturgia en la que asisten cada tarde de toros más de 20.000 personas”.
Así, este terciario capuchino de 79 años, como si toreara de salón, coge la muleta imaginaria y deja en el aire una serie de hondos naturales con los que dibuja la esencia de esa particular liturgia: “El ruedo viene a ser el templo… Llegada la hora, el presidente, desde el palco, agita un pañuelo. Es la señal esperada. Comienza el cortejo: dos alguacilillos, los toreros, los banderilleros y los picadores, frente al presidente, se inclinan reverentemente y se descubren. El silencio se hace profundo y todos los espectadores miran ansiosos hacia la puerta del toril”.
Tras fijar la mirada en el punto exacto en el que animales de hasta 600 kilos y dos cuchillos por pitones saltan cada tarde a la arena, el padre Goñi continúa con su descripción de la escena: “El presidente da otra señal con su pañuelo, suena una trompeta y sale el primer toro. Los asistentes del torero lo reciben agitando sus capas a su alrededor. Es el momento en el que recibirá su primera herida, tarea esta confiada al picador. Llega ahora el tiempo de las banderillas. Tras lo cual, comienza el último acto”.
Un combate final que, cual estatuario de Sebastián Castella con el corazón parado en medio de la plaza, remata así: “Frente a frente, el toro y el diestro, llevando este la muleta y la espada de acero templado, y mostrando su inteligencia y habilidad frete al sumamente feroz, cuya fuerza es extraordinaria. En el último segundo, una buena estocada mata instantáneamente. Y se acaba la función… De nuevo, todos hacia el patio de caballos, entre ovaciones o pitos”. Como en día a día de todos los mortales, pero con mayúsculas… Puerta Grande o enfermería. Triunfo o fracaso. Vida o muerte.
Como explica el pastor navarro, Las Ventas forma parte de la pastoral de la vecina parroquia Nuestra Madre del Dolor. De ahí que, desde 1967, sus párrocos siempre hayan sido los capellanes de la plaza más importante del mundo. Él llegó en 1973, ejerciendo esta labor formalmente hasta 2013, cuando entregó el testigo a sus sucesores. El último ha llegado desde Colombia y es el nuevo párroco, el también terciario capuchino Elkin Jesús Palacios.
Este, mientras reconoce que se tiene que imbuir de un mundo tan particular que aún le es desconocido (“lo que tengo claro es que tengo que seguir un camino ya marcado por mi predecesor”), se admira de la labor realizada durante más de 40 años por su hoy compañero, quien todavía sigue presidiendo en la arena venteña la gran celebración de cada año: el 15 de agosto, por la Virgen de la Paloma, realizan una preciosa misa en el albero dedicada a los toreros y a personas muy ligadas a este arte que han muerto ese año.
Además, recalca el veterano terciario capuchino, “aparte de esta anual, también celebramos eucaristías especiales como las dedicadas tras la muerte del histórico ganadero Victorino Martín o el maestro Iván Fandiño, quien perdió su vida hace un año ante un toro en Francia”. En este sentido, recuerda algunas tardes muy marcadas, como aquella en la dijeron adiós a Antonio Bienvenida o a Antonio Chenel, Antoñete, dando su ataúd una última vuelta al ruedo.
El religioso refleja una cierta sensación de nostalgia cuando rememora los que para él fueron los años dorados, entre 1973 y 1983, cuando les daban dos pases para cada tarde (actualmente, más allá de la misa del 15 de agosto, su relación se basa en estar disponibles para cuando les llaman) y, para ellos, Las Ventas era “una gran familia” antes que una gran empresa mundial. Entonces, rememora, “nosotros veníamos a todas las corridas y éramos uno más entre todos, compartiendo muchos momentos de intimidad con toda la gente ligada a la plaza, empezando por sus trabajadores”. A muchos de ellos, aquí mismo, les casó, les bautizó a sus hijos o les dio de comulgar por primera vez.
También le tocó impartir sacramentos a muchos toreros, aunque ligados a la parte trágica de esta antiquísima manifestación cultural: las cogidas. Así, en esa década, le tocó bajar corriendo a la enfermería para estar cerca de 19 toreros, un novillero, tres banderilleros y hasta un espontáneo, “el 18 de mayo de 1980, que estuvo realmente grave”. Aunque prefiere no dar nombres (y eso que tiene meticulosamente apuntados todos los datos de su acción pastoral en la plaza), también tuvo que dar en dos ocasiones la unción de enfermos a dos matadores cuya vida corrió mucho peligro… Ambos sobrevivieron.
De ese época guarda un cariño inmenso por el ya fallecido Máximo García Padrós, cirujano jefe del coso durante muchísimos años: “Todas las tardes, cuando nos saludábamos antes de la corrida, nos decíamos que ojalá que no tuviéramos que volver a vernos en las siguientes dos horas. Cuando no era así y había una cogida, yo me asomaba y preguntaba por el estado del herido. Si me decía ‘váyase a ver la corrida, padre’, es que había buenas noticias…”.
Pero, si a alguien se siente cercano al sacerdote, es al conserje de Las Ventas, Manuel Alonso, quien siempre le ha dado todo tipo de facilidades y ha sostenido para él ese ambiente familiar que aún se aprecia en los pequeños detalles, “como el cariño con el que prepara la misa de la Paloma y con el que cuida la capilla, donde, precisamente, le casé”.
Mirando con auténtica reverencia al sacerdote (con el que ha compartido innumerables anécdotas), Alonso nos cuenta que, “desde hace cinco generaciones, en mi familia siempre hemos sido los conserjes de la plaza. Mi tatarabuelo ya estaba el primer día como conserje, desde la fundación. Para mí, esta es mi vida entera, mi casa”. Y no es ninguna figura metafórica… Realmente vive en una pequeña dependencia en la plaza, teniendo la oportunidad “de disfrutar de pequeños regalos como que mis hijos hayan jugado al fútbol en la arena, como yo lo hice y como lo hizo mi padre”. Al fútbol y, claro, a los toros…, “pues a todos nos ha picado el gusanillo y hemos hecho pequeñas locuras soñando con ser toreros”.
Más allá de la luz del albero (esta entrevista se realiza a pocas horas de la tercera corrida de la feria de San Isidro, el 10 de mayo, con toros de Fuente Ymbro para Joselito Adame, Román y José Garrido), un momento especial llega cuando cruzamos el patio de cuadrillas y entramos en una pequeñísima estancia: la capilla de la plaza. Si, como dice el padre Goñi, la tauromaquia es una liturgia, aquí, más que en ningún otro lugar de esta imponente catedral, se esconde el corazón espiritual que alumbra a muchos toreros cuando se persignan o hacen con el pie la señal de la cruz de la arena antes de empezar una faena.
Este es un rincón en el que impera un silencio desgarrador, que se intuye asfixiante cuando quedan pocos minutos para el inicio del festejo (curioso que se llame fiesta a una danza trágica) y las cuadrillas entran a arrodillarse ante el sagrario, pintado de blanco y oro en su día por el sacerdote navarro. Este, cuenta, ha presenciado muchas veces ese instante único en el que un torero entra a la capilla antes del inicio del paseíllo: “Yo siempre he preferido quedarme en el fondo, manteniendo el clima de tenso silencio que flota en el ambiente. Y, aunque se sabe que soy el sacerdote, no me revisto como tal, sino que voy de paisano. Aunque los toreros, en esos momentos, no hablan nada, sé que les puede impresionar ver a un cura justo antes de jugarse la vida…”.
La importancia de la labor desempeñada por el padre Goñi la apreció gente como el histórico periodista Matías Prats, quien, con motivo de sus bodas de oro sacerdotales, le dedicó un precioso artículo en el que defendía “la eficacia de la ayuda espiritual en la vida del hombre, máxime en los momentos de mayor riesgo y adversidad, como suele ocurrir en las corridas de toros”.
La pequeña capilla de Las Ventas está decorada con cristos como el cedido por la familia Bienvenida o por las decenas de estampitas que dejan allí los toreros. Además, en la pared derecha, se encuentra un sencillo cuadro que impacta a quien lo lee, con dos textos escritos por Rafael Herrero Mingorance en diciembre de 1982. El primero es el Padrenuestro torero, y dice así: “Padre Nuestro, que estás en los ruedos, bien rezado sea Tu nombre. Venga a nosotros Tu quite… Hágase mi voluntad, no la del toro, así en el triunfo como en el miedo. La suerte nuestra de cada día, dánosla hoy. No nos dejes caer en las malas tardes y líbranos de daño. Amén”.
El segundo es el Avemaría torero: “Dios te salve, María, llena eres de consuelo; mi miedo es contigo. Bendita Tú eres entre la gente del toro y bendita es la casta de quien también estuvo solo, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los toreros, ahora y en la hora de nuestra suerte. Amén”.
Una vez ya fuera de la primera plaza de toros del mundo, perdidos entre la multitud, los dos sacerdotes regresan a la parroquia. Quien esto escribe, los ve marcharse e imagina al maestro explicando al discípulo cómo una verónica puede ser un baile de vida o un muletazo de verdad, con los pies clavados en la arena y la mirada perdida hacia adentro, un socavón en el alma a cámara lenta. Puede que sea así. O puede que, riéndose a carcajadas, le esté enseñando el libro que ha tenido en sus manos en la hora y media que ha durado nuestro encuentro: la bula por la que Pío V condenó la tauromaquia y convertía en excomulgados a todos los apasionados seguidores de este ancestral rito. Genio y figura.