“¡No hay que esperar a que más sangre sea derramada! ¡No hay solución que no pase por el diálogo y la concertación!”, clamaban días atrás Rolando Alvarado, provincial jesuita de Centroamérica, y Roberto Jaramillo, presidente de la Conferencia de Provinciales de América Latina (CPAL), ante la crisis política, social y de derechos humanos que atraviesa Nicaragua, la más grave de su historia reciente.
Según el Centro Nicaragüense de los Derechos Humanos, se eleva ya a 146 el número de personas fallecidas en las protestas, brutalmente reprimidas por parte las fuerzas policiales y por grupos paramilitares afines al Gobierno de Daniel Ortega. Desafortunadamente, no hay perspectiva de que la situación vaya a mejorar a corto plazo.
Estas protestas, encabezadas por estudiantes de la Universidad de Managua, estallaron el 18 de abril, cuando se publicó oficialmente la reforma del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS). La reforma, que incrementó las contribuciones de los empleados y los empleadores al sistema de Seguridad Social y las deducciones en las pensiones, fue el catalizador de las protestas. Pero son, en realidad, resultado del desgaste del Gobierno sandinista, acentuado por la mala gestión del incendio de la reserva natural Indio Maíz, que arrasó en abril más de 5.000 hectáreas de terreno, al rechazar la ayuda de Costa Rica para sofocarlo.
En un clima de profunda indignación, se produjo una escalada de violencia en las calles, con un número creciente de víctimas, provocadas por los excesos policiales y por la actuación de grupos paramilitares. Entre los fallecidos se encuentra Álvaro Manuel Conrado Dávila, de 15 años, estudiante del Colegio Loyola.
Como consecuencia de las protestas, el Gobierno de Daniel Ortega, tras una mediación de la Conferencia Episcopal Nicaragüense, revocó la reforma del INSS. No obstante, las protestas continuaron para exigir el cese de la violencia en el país, el esclarecimiento de las muertes de jóvenes manifestantes y la liberación de los estudiantes detenidos. También continuaron las durísimas actuaciones de la policía y de los grupos paramilitares.
La crisis alcanzó su punto más crítico el 30 de mayo. Una marcha convocada en Managua, en homenaje a las madres de quienes habían perdido la vida en las manifestaciones, fue atacada a tiros por francotiradores situados en las alturas del Estadio Denis Martínez. La Universidad Centroamericana (UCA), donde se refugiaron varios miles de personas, sufrió también los ataques violentos de los francotiradores. Durante esa jornada, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) registró 15 personas muertas y 199 heridas. Tras estos acontecimientos, el Secretario de la CIDH evidenció el desarrollo de “nuevas políticas represivas”, la existencia de “ejecuciones extrajudiciales” y el uso de armas de gran calibre contra la población.
Como suele ocurrir, aquellos comprometidos con la justicia, los derechos humanos y el diálogo para poner fin a la violencia se convierten en el principal objetivo de la represión. La CIDH acreditó, en un informe preliminar sobre la situación de Nicaragua, 288 detenciones, sobre todo, estudiantes, población civil, defensoras y defensores de derechos humanos y periodistas. Varios dirigentes de la Iglesia católica, que ha ejercido como mediadora desde el comienzo de la crisis, han sido objeto de amenazas contra su vida y de campañas de desprestigio. Es el caso del auxiliar de Managua, Silvio Báez –en favor del cual la CIDH adoptó medidas cautelares de protección–, y del jesuita José Alberto Indiáquez, rector de la UCA.
Esta oleada de violencia y represión se produce en un contexto de retroceso de los derechos humanos en Latinoamérica. En Honduras, los excesos de las fuerzas policiales al reprimir las manifestaciones que tuvieron lugar en el periodo post-electoral –de diciembre a marzo– costaron la vida al menos a 22 personas, según el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos. Venezuela se encuentra al borde de una crisis humanitaria y la escasez alimentaria, la inseguridad y el retroceso de las libertades han obligado a más de un millón de venezolanos a emigrar, en condiciones muy precarias, a otros países. En los últimos años, en México se ha registrado un gran aumento del número del feminicidios: siete mujeres son asesinadas cada 24 horas, según los datos de la ONU.
Se han intensificado en toda Latinoamérica las persecuciones a los defensores de derechos y las restricciones a la libertad de expresión. En 2017, se registraron 312 asesinatos de activistas, la mayoría defensores de la tierra, en Brasil, México y Colombia.
Desde Entreculturas y ALBOAN, junto con las organizaciones de la Compañía de Jesús en América Latina (CPAL y los centros de Fe y Alegría en Nicaragua, entre otros), exigimos al Estado nicaragüense que ponga fin a la represión, investigue todos los actos de violencia que han ocasionado víctimas y repare, de manera efectiva, a sus familiares.
Hay que reabrir el diálogo, que cuente con la participación de todos los actores políticos y sociales del país, tomando como punto de partida las reparaciones, única manera positiva de resolver la profunda crisis que atraviesa Nicaragua. La comunidad internacional debe mantenerse vigilante y condenar de forma contundente cualquier vulneración de los derechos humanos de la población nicaragüense.
En palabras de la poetisa nicaragüense Gioconda Belli: “Nadie puede evadir su responsabilidad”.