Pocos países como Suiza pueden organizar de manera tan eficaz una visita papal. Este país ha puesto en juego para acoger a Francisco muchos de los recursos que posee y que, en cierto modo, son envidiables: paisajes idílicos, unas comunicaciones inmejorables, un clima social entre los más pacíficos del planeta o una consolidada tradición para recibir huéspedes ilustres.
Las autoridades helvéticas se han tomado, además, muy en serio la protección del Pontífice: todos sus itinerarios están cubiertos por un despliegue imponente de fuerzas de seguridad; para hacerse una idea baste citar que se han movilizado hasta los destacamentos especializados en detectar y destruir artefactos y minas explosivas. Todos nuestros movimientos están vigilados con tanta firmeza como amabilidad.
Pero todo tiene, sin embargo, su lado negativo: la ausencia casi total de público, de multitudes que aclamen su paso. Solo hoy por la tarde tendrá lugar en el Palexpo de Ginebra una Eucaristía a la que se prevé que puedan asistir unos 40.000 fieles provenientes de toda la Confederación; en el resto de lugares visitados por el Papa apenas algunos centenares han podido aclamarle a su llegada.
Pero el objetivo prioritario de la presencia de Francisco hoy en Ginebra es reafirmar su voluntad de poner por su parte todo lo que de él depende para reforzar la unidad de los cristianos. Y tiene un significado particular que esto suceda en Ginebra, la ciudad de Calvino, donde la Reforma adquirió caracteres que hoy pueden parecer – y fueron en realidad– muy belicosos.