José Luis Villacañas (Úbeda, 1955), catedrático de Historia de la Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, acaba de publicar ‘Eremitas, andalusíes, mozárabes. Las sociedades ibéricas bajo el poder islámico’ (Guillermo Escolar Editor), segundo volumen del ambicioso macroproyecto que ha denominado ‘La inteligencia hispana: Ideas en el tiempo’, que prevé editar veintiún volúmenes que culminarían en la Transición.
Villacañas examina la situación del cristianismo en la Hispania goda y cómo reacciona ante la invasión musulmana del 711. “Dado que el proceso de islamización fue muy gradual y diferenciado, las relaciones entre cristianismo hispano y el nuevo poder musulmán fueron evolucionando con el tiempo. Por supuesto, parte de la gran cultura isidoriana, la relacionada con el trinitarismo ortodoxo y la aguda percepción escatológica que implicaba, se refugió en los eremitas del norte del Duero –explica–. Esa cultura, que tiene a Beato de Liébana como gran personaje, fue decisiva por dos motivos: porque permitió un cristianismo campesino de comunidades familiares, cuyas prácticas muy democráticas con abades rotatorios o electivos pasarían luego a las decretales pseudo-isidorianas; y porque compartía el trinitarismo, afianzado con la nueva y gran alianza de Roma y París, que estabilizó el poder de los Pipinidas a mitad del siglo VIII”.
En realidad, el apocalipticismo constitutivo de este cristianismo mantuvo la hostilidad contra los nuevos poderes de Al-Ándalus y “fecundó la mentalidad de los grupos de resistencia cristianos del norte y su oferta permanente a los hispani para que emigraran a su regiones”, como manifiesta Villacañas a Vida Nueva. “Hay que pensar que los Comentarios al Apocalipsis del Beato sobre el texto de san Jerónimo será la biblia de la cultura cristiana hispana medieval, desde León a Girona, y eso hasta el siglo XIII. El objetivo fundamental de este cristianismo es hostigar al cristianismo urbano de las ciudades que se rindieron a los musulmanes mediante pacto, y cuyos obispos se convirtieron en agentes fiscales del nuevo poder”.
Como Villacañas explica con extraordinario detalle, esta decantación de Toledo, y de casi todas las sedes episcopales, a favor del pacto con los invasores hizo necesaria la creación de una sede propia del cristianismo norteño. “Así, mediante una convergencia de muchos factores que lo aconsejaban, nació Santiago, siempre bajo el beneplácito del cristianismo franco”, manifiesta.
Más que en la invasión de 711, el catedrático llama la atención sobre 818: “Con tensiones normales, con recaídas, con violencia política endémica, no hubo enfrentamiento religioso propiamente dicho, antes de la paulatina imposición de la escuela malikita. El punto de no retorno fue el acontecimiento de El Arrabal cordobés de 818. Analizo en mi libro el significado de este suceso [el emir ordenó arrasar aquel barrio crítico con su autoridad y mandó crucificar a 300 notables] y llego a la conclusión de que fue un momento de transformación de la mentalidad omeya, antes mucho más inclinada a la convivencia con el cristianismo, por influencia de los nuevos fenómenos que venían de Oriente y Bagdad”.