El rostro se le ilumina al hablar de sus ‘poupons’ (bebés): “Cuando un niño a los tres meses empieza a sonreír, es una gozada; la sonrisa de un niño te llena todo”, confiesa emocionada Justina de Miguel. A sus casi 82 años, esta religiosa de las Hermanas Franciscanas Misioneras de María lleva más de dos décadas en La Pouponnière de Dakar intentando dar a los más pequeños “todo el cariño que puedo”. Aunque asegura que es mucho más lo que recibe de ellos: “Energía, salud, y la alegría y el gozo de verlos crecer”. ¡Y vaya si se nota!, porque su cuerpo menudo se mueve como un rabo de lagartija entre pañales y biberones.
A esta casa-cuna de la capital senegalesa, fundada en agosto de 1955 por su congregación, llegó la hermana Justina en 1996 con el virus de África inoculado ya en su corazón (antes, desde 1973, pasó por Burkina Faso y por Níger) y el firme propósito de responder al carisma franciscano que un día profesó (“hacer presente a Cristo preferentemente entre los más pobres”). Ese que ella, una niña nacida en un pueblecito de Zaragoza y trasladada de pequeña a Madrid, descubrió leyendo un libro de santa María Goretti. “Tuvo una hermana que era franciscana misionera de María, y que luego conocí en Italia”, recuerda. Y allí, entre aquellas páginas, encontró su vocación, “el sitio donde debía consagrarme a Dios; y el Señor me llamó para la vida religiosa y misionera”.
Hoy, esa vida transcurre en el hogar de una “familia numerosa”. Un grupo humano que es, además, una pequeña ONU, porque la comunidad de acogida que tiene a su cargo La Pouponnière está integrada por ¡doce hermanas de nueve nacionalidades! Eso sí, “yo soy la mayor”, comenta sonriente nuestra protagonista, lo cual la convierte en la “abuela”. Pero la capacidad de liderazgo y la entrega infatigable de esta enfermera y comadrona la revelan también como toda una “madre”. No solo porque haya trabajado siempre en maternidades, sino porque, “cuando tengo un bebé en brazos, siento la maternidad”. “Creo que el instinto maternal –apostilla– lo tenemos todas las mujeres, aunque no hayamos dado a luz”.
Su jornada diaria arranca a las 5:10-5:15 de la mañana. Apenas levantada, “lo primero es ir a ver cómo han pasado la noche los niños, si es que no me han llamado antes”. Tras la oración y la misa, hacia las siete, es el momento de dar los biberones; “y ahí es cuando los veo a todos (unos 80, repartidos en los dos pisos de la casa), que ya están despiertos”. Después, pasa todo el tiempo que puede con ellos, si bien acude a atender “otras necesidades del exterior”; por ejemplo, de “madres de partos gemelares o de trillizos”. Al tratarse de “familias pobres, desfavorecidas”, incluso cuando los niños ya se han ido, se les ofrece la posibilidad de acudir mensualmente a recoger la leche con los cereales “para que tengan un crecimiento normal”. U otro tipo de ayudas que puedan requerir: “Se les orienta a un médico o se les paga la estancia en el hospital si fuera necesario”.
Y es que La Pouponnière –“que no es un orfanato”, aclara la veterana religiosa– fue la respuesta a una necesidad que detectaron sus hermanas trabajando en los hospitales de Dakar (el Hospital Militar y Le Dantec, “donde van los más pobres” de la ciudad). “Vieron que había mucha mortalidad materna y, con ella, de muchos bebés prematuros. Y la congregación recibió el encargo de la Iglesia y del Estado de crear esta institución”, explica la hermana Justina. Así, la mayoría de los niños que reciben, “un 80%, es porque la madre ha muerto en el parto; después, tenemos a niños abandonados, que nos los traen las propias madres o la policía; y algún caso social”.