Román, Francisco y Manuel entran por la puerta de la Casa de Santa Marta. El Papa les ha citado. Quiere ver y escuchar a estos tres sacerdotes de Granada. A puerta cerrada, sin prisas. No se trata de una visita protocolaria. Ni de un encuentro de cortesía. No lo fue desde el minuto cero en el que les saludó. Un diálogo sincero, ajeno de anestesia, durante más de hora y media. Escucha desde la confianza y sin ambages. Tiempo de redención, cuatro años después de tocar el purgatorio jurídico y el infierno mediático. Una absolución que resultaba prácticamente imposible otear cuando se vieron excluidos de toda actividad pastoral, suspendidos ‘a divinis’ hasta que en noviembre de 2017 el Vaticano levantó estas medidas cautelares. Ahora, la audiencia con el papa Francisco rubrica su rehabilitación.
Román está hoy absuelto por la justicia. La civil y la eclesiástica. Pero con la sombra de la condena social, que no afloja sus grilletes toda vez que se amarran. Ha pasado un año y tres meses desde que se conociera la sentencia sobre el llamado “caso Romanones” y cuando el asunto se pone sobre la mesa de un cuarto de estar o en una terraza de verano, el comentario de los interlocutores cae sin más remilgos: “¡Ah!, sí… Los curas esos que abusaron de unos chavales en Andalucía. Eran un clan o una especie de secta, ¿no?”. Es el poso, o el pozo que queda, difuminado pero lo suficientemente contundente en la memoria colectiva cuatro años después de que saltara a la luz la que se llegó a presentar como “la mayor trama de pederastia eclesial de nuestro país, que afectaría al 7% del clero de Granada”.
Fue una mañana de noviembre de 2014 cuando un diario local filtraba las llamadas del Papa a Daniel, un joven español que le había relatado por carta los abusos continuados que decía haber sufrido por un grupo de presbíteros granaínos entre 2004 y 2007, cuando tenía entre 14 y 17 años. Especialmente durante el último año, mientras residía con quien era su director espiritual, Román Martínez Velázquez, en la casa parroquial. Las conversaciones entre el denunciante y el Papa, transcritas con todo detalle, dieron la vuelta al mundo en apenas unas horas y se presentaban ante los medios como el argumento de autoridad para respaldar la versión del profesor de psicología.
El escándalo estaba servido. La Policía Nacional detenía a tres curas inculpados por un presunto caso de pederastia y un laico acusado de encubrir los hechos, aunque inicialmente llegaron a estar investigadas hasta doce personas. Incluso el entonces ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, salía a la palestra para dar cuenta de las diligencias adoptadas. Los acontecimientos se precipitaban y el arzobispo Javier Martínez se postraba ante el altar mayor de la catedral en plena vorágine como acto de contrición, después de ser criticado por no haber actuado con la rotundidad y celeridad que exigía la tolerancia cero marcada por el Vaticano y concretada por una petición expresa del Papa.
Román ya había sido condenado, salvo ante el tribunal competente. De poco serviría que más tarde la Audiencia de Granada acabara declarando prescritos los delitos sobre supuestas prácticas sexuales que no implicaban acceso carnal atribuidos a once de ellos, centrando la causa en el párroco, al que se etiquetaba como líder del grupo. De nuevo se espolvoreaba el debate público sobre la prescripción de los delitos que rodean a la pederastia.
Aquellos tres primeros días de calabozo tras ser detenido marcarían el inicio oficial de un viacrucis que no eludió una sola espina. Incluidas las pintadas de “sucios pederastas” en su parroquia de San Juan María Vianney. Y es que, en aquellos días se contaban con los dedos de una mano los que se atrevían a dar un paso al frente para respaldar la versión del párroco del barrio del Zaidín. “Román lo ha vivido como un tiempo de prueba, es un hombre de una honda espiritualidad y ante esta desgraciada circunstancia ha resistido con fortaleza y ha sido todo un testimonio para los otros”, expone alguien que conoce y acompaña desde hace décadas al sacerdote y de los pocos que no tuvo complejo alguno en defenderle cuando la tormenta arreciaba.
“La seguridad en sí mismo y la confianza en Dios es lo que le ha salvado en medio de todo esto. Tanto es así que, lejos de lo que pudiera parecer, no ha necesitado ayuda psicológica, como sí la tuvo que solicitar alguno de sus compañeros”, asegura sobre aquel carismático sacerdote que tuvo sobre sus hombros el peso de la pastoral vocacional de la archidiócesis y que se vio defenestrado de un día para otro. “Aunque ya no pesa ninguna medida judicial sobre ellos, Román no ha sido restituido del todo. Continúa siendo una persona muy válida y no se le ha asignado tarea alguna más allá de atender como capellán un centro de personas con discapacidad. Creo que, tras el gesto de Francisco, está capacitado para asumir una nueva misión y mostrar públicamente que es inocente”, reivindica otro presbítero de Granada.
Jueves 12 de julio de 2018. El Papa mira a los ojos a sus interlocutores en Santa Marta y les pide perdón hasta en tres ocasiones. Por el daño que les hubiera podido generar el hecho de que la Iglesia en general les hubiese dado la espalda. Y en particular, por aquellas llamadas al denunciante que, sin buscar juzgar, se convirtieron en un refrendo de credibilidad para él frente a los sacerdotes. Francisco les animó “a seguir adelante” con su actividad pastoral, “con la generosidad de cualquier otro sacerdote”.
En este clima de fraternidad, sintieron a Jorge Mario Bergoglio como padre, pastor y hermano. Y repasaron juntos todo el proceso judicial. Con la empatía propia de un obispo que también se ha visto obligado a sentarse ante un juez. “Yo que lo he vivido, no me puedo imaginar cómo tuvo que sentirse”, le confesó el Papa a Román sobre aquellos días que ocupó el banquillo de los acusados, a dos metros de aquel chaval al que conocía desde que tenía 7 años y que dos décadas después le acusaría de ser un pederasta. Daniel tiene hoy 28 años. Román, 65.
Ni en aquel momento ni ahora, el padre Román quiere hablar con los medios. Mutis por el foro. “No quieren saber nada, compréndelo”, insisten sus representantes legales. Solo busca recuperar su anonimato, la rutina que da ser cura de Granada sin más. Tampoco quiere iniciar litigio alguno contra aquellos que, partiendo de la acusación inicial de Daniel borraron los “supuestos”, toda presunción de inocencia y les empujaron al precipicio de la condena pública antes del juicio. No habrá denuncia alguna por ver menoscabado el derecho al honor y a la intimidad. Y eso que en un primer momento le aconsejaron que dieran un paso al frente para “lavar su imagen y la de la Iglesia”. Lo valoró, pero no. El desgaste personal ha sido tan alto en estos años que abrir una nueva batalla, supondría revolverlo todo de nuevo.
Román, Francisco y Manuel abandonan Santa Marta. Los tres volverán de nuevo a Roma en octubre. Tienen otra cita con Francisco. Para celebrar la eucaristía. El Papa quiere abrazar también a su círculo íntimo, a esa decena de personas que les han acompañado, defendido y respaldado entre bambalinas durante estos cuatro años. Salen más que satisfechos de su cita con Bergoglio. Los tres se pierden entre los turistas y clérigos que merodean Borgo Pio y Via della Conziliacione. Nadie les reconoce. Ni les apunta con el dedo. Pero son conscientes de que de vuelta a España no será tan fácil: “¿Vamos a tener que llevar toda la vida esta carga? ¿La de la sospecha?”.