PREGUNTA.- ¿Dónde estaba el cardenal Porras en agosto de 1968, cuando se inauguró la Conferencia de Medellín? ¿Qué recuerdo guarda de aquel importante acontecimiento para la Iglesia latinoamericana?
RESPUESTA.- Un previo. El posconcilio, con excepción de lo relativo a los cambios litúrgicos, no había penetrado con entusiasmo en la realidad eclesial venezolana. Como se estaba viviendo una especie de primavera democrática y se había logrado superar el patronato eclesiástico con un convenio que auguraba mejores momentos en las relaciones Iglesia-Estado, no se ahondó en el paso que la Iglesia toda estaba tomando. Fue mi primera impresión personal al regresar al país al año de haber concluido el Concilio.
El país estaba enfrascado en una campaña electoral, un tanto agitada y novedosa, pues se había dividido el partido de gobierno Acción Democrática y se abría la posibilidad de la alternancia con la democracia cristiana, COPEI, como de hecho sucedió a finales de ese año. La sociedad toda estaba en una tesitura distinta a la de otros países latinoamericanos, en los que surgían férreas dictaduras, mientras que en nuestro patio –tras convulsiones de intentos golpistas, invasiones castristas e incursiones guerrilleras marxistas– parecía consolidarse una democracia que auguraba libertades y bonanza económica.
Sin embargo, los que acabábamos de estudiar la teología, en mi caso en la Universidad Pontificia de Salamanca, teníamos el gusanillo de los nuevos aires conciliares. Una de las tareas que me confió mi obispo fue la de comentar al clero los distintos documentos conciliares. Fue una experiencia apasionante para mí, y encontré receptividad serena en mis hermanos sacerdotes, que hacían chistes y jocosos comentarios de que un joven sacerdote apenas “salido del cascarón” fungiera de maestro de curtidos presbíteros.
Como tenía entre otros cargos, además de vicario parroquial, el de ser asesor del movimiento de Cursillos de Cristiandad, bullía en dicho movimiento inquietud por conocer y estudiar a los promotores de Medellín. Entre otros, los escritos de monseñor Eduardo Pironio, obispo de Mar del Plata y presidente del CELAM, con quien tuve la dicha de tener años más tarde una relación fraterna.
En el clero extranjero y en el incipiente Centro Gumilla de la Compañía de Jesús, se daban a conocer otros escritos de los obispos y teólogos del Cono Sur, entre ellos, Gustavo Gutiérrez, padre del movimiento teológico de la liberación latinoamericana, cuestionado en los años posteriores y reivindicado en estos tiempos. Se me antoja que su vida ha sido algo parecida a la del P. Yves Congar años atrás.
Las inquietudes conciliares fueron en aquellos primeros años en Venezuela asunto de minorías. Mi primer libro, a petición del padre Cesáreo Gil Atrio, llevó por título ‘Textos de Medellín para Cursillos de Cristiandad’. No tiene más mérito sino el de haber sido él quien me lanzó a escribir y reflexionar uniendo la realidad con el mensaje evangélico. Otros contactos posteriores me abrieron ricos horizontes de reflexión y acción, por los que siento el deber de dar infinitas gracias, porque han enriquecido mi vivencia sacerdotal.
P.- ¿Fue Medellín entonces el fruto más inmediato y visible del Concilio Vaticano II?
R.- Indudablemente que sí. Si bien la participación protagónica durante el Concilio contó con pocas figuras relevantes del subcontinente (entre otros, D. Manuel Larraín, de Chile, y Dom Hélder Câmara, de Brasil), inmediatamente tras su clausura (1965) surgió un entusiasmo contagioso, desde pensadores políticos y sociales, junto a la reflexión de lo que llamamos más tarde los teólogos latinoamericanos en las diversas expresiones de la teología de la liberación. ¿Cómo superar la pobreza y el simple desarrollismo, en un continente llamado católico y en el que la pobreza campaba a sus anchas y las democracias se tambaleaban, a la luz de la ‘Gaudium et spes’ (1965) y de ‘Populorum progressio’ (1967)?
Curiosamente, se repitió un hecho que ha pasado muchas veces desapercibido. En Trento no hubo ningún obispo del Nuevo Mundo; sin embargo, el Concilio se asumió con entusiasmo y sin reticencias. Vasco de Quiroga y Toribio de Mogrovejo entre los obispos, y el impulso misionero de las órdenes religiosas se hicieron presentes de muchas formas novedosas en el Nuevo Mundo. En un territorio donde no se conocía ni se había hecho presente la Reforma protestante, con “luces y sombras”, se sembró el catolicismo tridentino, que en aquellos primeros siglos americanos fue un signo de avanzada y de autenticidad católica.
Con el Vaticano I pasó algo semejante. La figura papal tomó relevancia y la devoción al Sumo Pontífice fue más bien un signo deseado, sin las contradicciones europeas que estaban sobre la mesa. Fuera de las escaramuzas galicanas en los albores de la independencia americana, a comienzos del siglo XIX, la adhesión al Papa era algo admitido sin problemas y, más bien, con devoción y entusiasmo. Lo negativo hasta entonces, visto a la luz de hoy, es que se asumieron las directrices de los concilios, pensados y referidos desde la centralidad europea como propios cuando los problemas locales eran otros.
Medellín viene a ser la primera lectura autóctona, propia, local, del Vaticano II, y la presentación al resto del mundo católico tanto de la impronta vital de una porción de la ‘ekúmene’ mundial como de un incipiente pensamiento propio que ha tenido relevancia en el resto del espectro eclesial mundial con temas como la opción preferencial por los pobres, la participación protagónica laical en las Comunidades Eclesiales de Base y en los celebradores de la palabra, así como la primacía metodológica de los “signos de los tiempos”. Todo ello como testimonio de una Iglesia empeñada en ser “memoria, savia y luz” de todo un continente de raigambre católica, que más tarde será llamado “continente de la esperanza” por el centro de la cristiandad.
Medellín vino a ser el inicio de un largo camino que, a medio siglo de distancia, es retomado por el actual Pontífice. En este cambio de época en el que estamos sumidos, es urgente “la conversión pastoral” que sacude a la Iglesia toda: la vieja Europa, donde está el humus y la rica herencia de la fe católica, no es el centro del cristianismo, ya que la mayor parte de los bautizados están en el sur, en los otros continentes, con lo que esto conlleva de cambio de paradigmas.
No se trata ni de un ‘spot’ publicitario ni de una pugna de poderes, sino de una realidad que exige discernimiento para que nos alimentemos y enriquezcamos mutuamente; pues, en la distancia, América Latina sigue siendo la región más desigual, y la liberadora “opción por los pobres”, una asignatura pendiente en un mundo globalizado. ‘Evangelii gaudium’ y ‘Laudato si’’ pueden, deben ser, hoy para la Iglesia, lo que Medellín (1968) y ‘Evangelii nuntiandi’ (1975) significaron en el inmediato posconcilio.