El pasado 28 de agosto, el prefecto de la Congregación para los Obispos, cardenal Marc Ouellet, celebró en Pavía una misa solemne por la fiesta de san Agustín ante la tumba del santo. “Hoy, como en tiempos de san Agustín no es nada fácil asumir y llevar el peso que supone el ejercicio del ministerio episcopal –comenzó el purpurado su homilía–. Ser obispo significa seguir cada día al Señor en el camino del Gólgota para experimentar la fuerza de su misericordia y la dulzura de su amor hacia los hermanos que encuentran su alimento también por medio de sus pastores”.
Así, Ouellet enumeró las cualidades que debería tener un obispo: “Hombre amable, ‘fortiter et suaviter’ (dulce pero firme), sosegado, cercano a la gente, capaz de sincera y profunda amistad“. Esto en sus relaciones con todos los fieles, y con sus sacerdotes debe ser “padre, amigo y hermano suyo”. Pero además de estas características “visibles”, hay una que también es esencial y que no tiene que ver con el trato a los demás: “Ser capaz de llevar el peso de la responsabilidad que conllevan las decisiones que solo él debe tomar”, así como cargar sobre sus hombros “la fragilidad de sus hermanos de fe unidos en su misión y del rebaño entero que Dios le ha confiado”.
El purpurado también aconsejó a los mitrados fijarse en el santo obispo de Hipona, ya que “su vida, testimonio y acciones, junto a las de los demás Padres de la Iglesia, han inspirado la figura del pastor ejemplar” hacia la que apuntaba el Concilio Vaticano II en la redacción de sus documentos.
Por ello ha pedido a todos los fieles que recen a san Agustín para que los obispos reciban la gracia de “comprender mejor los fenómenos culturales de nuestro tiempo y las aspiraciones que los hombres y mujeres de hoy guardan en su corazón” para poder anunciar con el mismo vigor y coraje del santo africano el Evangelio de la alegría.