Profundamente emocionados, Hilario, Inés y Eloira se cogen de la mano en la puerta de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, en el municipio conquense de Landete. Contemplan en silencio, en claro contraste con el eco de las castañuelas y el runrún alegre de la multitud que lleva horas de romería por el campo, el ingreso en el templo de la pequeña talla de la Virgen de Tejeda. Es solo una parada más en un camino único, por esperado. Y es que estamos ante una celebración religiosa y popular que solo se produce cada siete años. Por eso, los tres ancianos susurran en silencio: “Es nuestro último Septenario…”.
En 1639, los habitantes del marquesado de Moya –título surgido en 1480 por concesión de Isabel la Católica a su íntima amiga, Beatriz de Bobadilla, y a su marido, Andrés Cabrera, regidor del Alcázar de Segovia–, en plena serranía de Cuenca, padecían los rigores de una tremenda sequía. Agonizantes, decidieron sacar en procesión a su patrona, la Virgen de Tejeda… Y, al octavo día, todo el agua del mundo cayó, durante siete horas, sobre una jubilosa población.
Desde entonces, y hablamos ni más ni menos que de casi cuatro siglos, la tradición se mantiene ininterrumpida: cada siete años, María sale al paso de los moyanos. De ahí que el conocido como Septenario de Moya, bien de interés turístico regional, sea el momento más deseado por todos los que sienten como propio este rincón de Cuenca, así como por los lugareños de los municipios vecinos de Valencia, donde la Virgen de Tejeda es especialmente venerada.
El pasado 16 de septiembre se inició una celebración que no acabará hasta el miércoles 26. Diez días de festejos que empezaron ese domingo a las seis de la madrugada, con la valla del santuario mariano, en Garaballa, abriendo sus puertas tras la misa a una multitud emocionada. En las siguientes 16 horas, la talla completó un recorrido de 18 kilómetros por colindantes municipios y pedanías (El Soto, Mijares, Landete, Los Huertos y El Arrabal), culminando su ascensión al Castillo de Moya, hoy prácticamente en ruinas, pero cuyo esplendor (llegó a contar con ocho puertas y siete iglesias) comenzó a inicios del siglo XIII, con Alfonso VIII.
Como en cada edición, la romería estuvo precedida simbólicamente por ocho danzantes (jóvenes voluntarios de los pueblos de la zona, siendo cada vez diferentes) que, ataviados con enaguas, camisa blanca y cintas azules y blancas, dedicaron a la Virgen danzas tradicionales con palos y castañuelas. Un baile que acompañó la romería en buena parte del recorrido…, llegando exhaustos (y pletóricos) en plena anochecida. Junto a ellos, avanzaban también las 12 damas y la reina, vestidas con trajes serranos. Y, claro, el pueblo. El pueblo moyano que se derramó en fe viva, gozosa y feliz en lo que sienten como su gran símbolo, el corazón de su identidad.
Raúl Turégano, vecino de Los Huertos, llevaba dos años movilizándose en las redes sociales y colaborando con distintos medios para dar a conocer el esperado acontecimiento. Una pasión que se desbordó este16 de septiembre: “Aún tengo vivo ese amanecer… Escucho cómo empieza el tintineo de las castañuelas de los danzantes, nerviosos y, a la vez, deseosos de comenzar la danza que hace posible que la Virgen empiece su alza, como diciendo: ‘Ya era hora, hijos, que hace ya siete años de la última vez’. Y luego llegan esos 18 kilómetros, cada uno de ellos lleno de recuerdos, pues siempre hay alguien a quien ya no tenemos. Son momentos de fe, de invocar a la Virgen para recordar a los tuyos, desde el recogimiento y la oración”.
Un sentimiento que perdurará en los nueve días de permanencia de la Virgen de Tejeda en el castillo: “Hay misas, procesiones y ofrendas florales a cargo de miles de personas, comenzando todo ello en esa primera noche, cuando, desde la puerta de la iglesia de Santa María de Moya, vemos asomar, entre lágrimas, a la Madre que viene peregrinado entre su pueblo. Y, al verla llegar, la aclamamos con sencillez, diciéndole: ‘Ya estás en tu casa’”.
Mariano López Marín, natural de Salvacañete y uno de los principales historiadores de la región, aprecia que estamos ante un “acontecimiento hermoso donde los haya”. De entre las muchas anécdotas vividas en el día de la subida al castillo, destaca la belleza que supone que “en cada término municipal lleven la imagen los vecinos de ese lugar”. “A lo largo del trayecto –continúa–, diversas mesas de la Virgen permiten a los porteadores descansar, a los danzantes bailar al son de la melodía, acompañados de sus palos o de las castañuelas, y a los romeros disfrutar del momento y de los paisajes, entonando plegarias”.
En todo el recorrido, además, se aprecia cómo cada pueblo pone lo mejor de sí mismo, decorando asfaltos y fachadas con los símbolos trinitarios de Tejeda, lo que conforma un ambiente de profunda belleza y alegría: “Desde Garaballa hasta Moya se respira devoción, fe, tradición, un pasado común de estas tierras y un sentimiento especial, tanto en la subida como en la bajada, el 26 de septiembre, El Septenario, recalca el historiador, “es un acontecimiento singular desde el punto de vista religioso y espiritual. Llega la Madre y todos vamos a recibirla como se merece. Es una gozada ver todos los accesos y la propia villa de Moya llenos de miles de personas que la aclaman con sus ‘vivas’ y se acercan a besarla. Cuando llega la Perla del Marquesado, como la llamamos, se repite una vez más más lo que ocurriera en aquel junio de 1639”.
Ya son cincuenta y cinco los celebrados, y se perpetúa la vivencia: “El centro de estos días es la Virgen de Tejeda y la iglesia de Santa María. Todo el que sube al castillo realiza la visita obligada a la Virgen, sin olvidar cómo, sobre todo, se nutre la convivencia entre gentes de muchos lugares del antiguo marquesado y de pueblos y ciudades limítrofes a él”.
De entre los muchos miles de personas que estos días han estado en Moya, la celebración ha sido muy especial para el matrimonio conformado por Benjamín M. López y María Cleofé Martínez. Naturales de Los Huertos y Landete, respectivamente, hace ya casi 40 años que viven en Madrid. Por eso, todo lo que les haga retrotraerse a su niñez, a lo que sienten como íntimamente suyo, les hace felices. Y, en este sentido, el Septenario es el corazón de su identidad. “Las fechas de los septenarios –relata Benjamín– las tengo anotadas en la agenda de mi corazón. Cuando finaliza uno, ya empiezo a contar el tiempo que falta para el siguiente. Siento una especial devoción por la Virgen de Tejeda. El momento de verla aparecer por el polvoriento camino de entrada al pueblo se me hace interminable… La llegada de los numerosos vehículos que participan en la romería nos avisa de su pronta aparición. Entonces, al ver a la Virgen, me invade una honda emoción y un escalofrío interior recorre mi cuerpo; a la vez, siento una gran felicidad por tener otra vez a nuestra Madre con nosotros, en su otra casa”.
Durante el recorrido siente “una continua alegría y religiosidad”, pero, si tuviera que elegir un momento especial, “me quedo con la costumbre de, al pasar la Virgen cerca de los cementerios, las personas que la trasladan la colocan en sentido perpendicular a los camposantos. En estos momentos, los pelos se me ponen de punta y las lágrimas afloran en mis ojos enrojecidos”.
“Son muchos los momentos especialmente emocionantes –añade María Cleofé–, pero, el que más me llena, es el de la entrada de la Virgen en la iglesia de Moya. En el recinto no cabe ni un alfiler, la imagen hace su entrada acompañada por los danzantes. Los portadores de las andas avanzan hacia el altar y retroceden multitud de veces; de cuando en cuando, levantan sus brazos y la elevan por encima de sus cabezas, mientras los danzantes pasan entre ellos sin parar de bailar, con sus ropas mojadas por el gran esfuerzo realizado. Los presentes echan el resto y agotan sus últimas fuerzas. Todo ello entre eufóricos ‘vivas’ a la Virgen”. “Son instantes –remacha– únicos, bellos, emocionantes, de lágrimas, de recuerdos de familiares que nos han dejado…, de fe. De felicidad”.
Para los moyanos, ya solo quedan siete años… Estarán todos presentes. Como mínimo, en espíritu.