Los tres países bálticos que visita Francisco– ayer y hoy Lituania, mañana Letonia y el martes Estonia-son diferentes entre sí pero tienen un pasado común: fueron invadidos y anexionados por la Rusia soviética de cuyo yugo se liberaron en el 1991. Fueron cincuenta años de vasallaje, negación de los derechos humanos más elementales, deportaciones y humillaciones de todo tipo.
En sus discursos Bergoglio no podía ignorar esta realidad sobre todo en un momento en que las poblaciones de los tres estados que baña el Báltico viven bajo la amenaza más o menos explícita de un nuevo zarpazo del vecino ruso. Pero no lo ha hecho para exacerbar sentimientos de venganza o de revancha nacionalista sino para suscitar un clima de diálogo dentro y fuera de las fronteras nacionales. Lo sintetizó en esta frase pronunciada en Vilna: “Recuperar la memoria de lo vivido para tomar contacto con todo aquello que les ha forjado como nación y encontrar allí las claves para mirar los desafíos del presente y proyectarse hacia el futuro”.
Creo que es una lección de sabiduría que todos deberíamos aprender y que se resume en que el uso de la memoria histórica no debe ser utilizado para alimentar odios y rencores sino para fomentar la unidad de todos sin excluir a nadie. En el norte como en el sur de Europa. En España, también, por supuesto.