Con solo 14 años, la orensana Julia Aguiar entró en el convento de las Hermanas Franciscanas de la Madre del Divino Pastor. “Quería darle mi vida a Dios y a los pobres –señala–, pero obviamente no tenía idea de cómo iba a suceder”. No había alcanzado la mayoría de edad cuando consiguió que sus padres firmaran el permiso para ir a una misión a Venezuela, como maestra. Fue una primera prueba, pero al poco enfermó y se vio obligada a volver a España.
Pudo terminar en casa su formación como enfermera. Entonces, hace 42 años, llegó la llamada que cambiaría para siempre su vida: “Desde África, pedían con urgencia a mis superiores que enviaran enfermeras a un nuevo hospital creado por camilos franceses en Benín. Inmediatamente, respondí que estaba lista. Solo tres meses después, junto a otras dos hermanas, aterrizamos en Cotonou. Benín estaba en plena revolución marxista. Llegamos justo cuando todos los demás extranjeros estaban haciendo el equipaje para salir del país”.
En Zagnanado las acogió el padre Christian Steunou, anestesista, su principal apoyo en estas cuatro décadas, compartiendo “la misma preocupación por la salud de los pobres y el deseo de dar testimonio del amor de Dios por todos, siendo esto lo que nos ha guiado desde ese día”.
A mediados de los años 70, había un gran “mal” que devastaba a la población local. Era la úlcera de Buruli, “una patología en mal estado que creaba heridas enormes y discapacidades graves, pero que permanecía ignorada por casi todos los médicos y ni siquiera se hablaba de ella en la Facultad de Medicina. Para la gente del pueblo, era ‘la enfermedad del hechizo’”. Rompiendo todas las barreras, “nuestra terquedad en el tratamiento de estos pacientes acabó siendo la fuente de un enorme progreso en este flagelo”.
Un éxito que tuvo eco más allá del creciente bienestar en la comunidad local, pues “lo recogió el Programa Nacional de Tuberculosis y la Facultad de Medicina comenzó a hablar de él como una enfermedad tropical desatendida. Empezaron a llegar investigadores estadounidenses y belgas, apasionados por lo que estábamos haciendo. Y hasta organizaciones internacionales como ANESVAD o la OMS vinieron a vernos, usando nuestras fotos y nuestros informes de seguimiento”. El punto culminante fue la convocatoria del I Congreso Internacional sobre la Úlcera de Buruli, que se organizó en Yamusukro (Costa de Marfil), contando con la presencia de varios jefes de Estado de la región”.
También desde entonces han llegado los reconocimientos personales hacia Julia Aguiar. Como el de la Universidad de Nápoles, que, en 2009 la invitó a defender su trabajo ante reputados cirujanos y autoridades, otorgándole el Doctorado Honoris Causa en Medicina y Cirugía. El último homenaje en este sentido de la universidad italiana lo había recibido, una década antes, la Madre Teresa de Calcuta.
La labor de Julia en todos estos años ha sido ingente, aunque nunca lo han tenido fácil, ni mucho menos: “Nuestro centro estaba lleno de arbustos y no había más cirujanos en 140 kilómetros a la redonda. Tampoco, claro, contábamos con un helicóptero para evacuaciones ni con carreteras asfaltadas… En su día, empezamos con un joven médico de familia. Abríamos abscesos, limpiábamos úlceras y operábamos hernias. Pero, casi de inmediato, llegaron también mujeres embarazadas. Esa fue una experiencia que marcó mi vida… Algunas eran mujeres en pleno parto, evacuadas en bicicletas durante más de 50 kilómetros. Los partos podían durar varios días y, obviamente, el niño venía ya muerto, en proceso de putrefacción: para salvar a la madre era necesario cortar al niño para sacarlo por vía vaginal. Estas son experiencias que nunca olvidamos. Nunca”.
Su último proyecto es un centro para niños con discapacidades múltiples y enfermos motor-cerebrales. Algo urgentísimo, porque, como advierte Julia Aguiar, “a menudo estos niños se eliminan desde el nacimiento, pues se consideran ‘magos’ que, hechizados, van a ‘perturbar’ la salud de su propia familia… Pero estos chicos también quieren vivir. ¡Solo basta que estés con ellos un día para entenderlo!”.
En cuanto a su centro médico (con capacidad para 150 camas, aunque muchos más duermen en el suelo), la religiosa española recalca que “no es un dispensario ni un hospital. Somos un centro atípico, inclasificable, que acoge a pacientes que acuden de todas partes”. Igualmente, se mantiene inquebrantable su razón de ser: “Los pobres necesitan nuestra ayuda… ¡Los pobres necesitan su apoyo, el de Dios! Todos somos privilegiados en esta tierra, y tenemos el deber de pensar en ello, no para hacernos sentir culpables, sino para arremangarnos y hacer algo, todos, cada uno a su nivel y según lo que le diga su corazón”. “¡Gracias a todos los que nos ayudan y –concluye su testimonio–, especialmente, gracias a Dios!”.