Hace año y medio se celebró en El Salvador un año especial dedicado al Óscar Arnulfo Romero con motivo del centenario de su nacimiento. Ahora, la canonización el 14 de octubre corona por todo lo alto esas celebraciones. Un reconocimiento a este arzobispo que dejó su perfil bajo para escenificar que la Iglesia solo puede estar al lado de quienes más sufren.
Vida Nueva repasa 10 claves de este mártir que escenificó, unos años atrás, algunas de las insistencias que marcan el pontificado de Francisco. El Papa que potencia una Iglesia en salida como la que agitó las conciencias de El Salvador en los días de Romero.
La última vez que sonó su voz fue el día anterior, el 23 de marzo. En pleno clima de persecución, sus palabras fueron claras. “Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. […] Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión”. Fue la homilía más premonitoria de América Latina. Al día siguiente, durante la misa de la tarde era asesinado.
El 24 de marzo de 1980 Óscar Romero fue asesinado por los escuadrones de la muerte en la capilla de el hospital de la Divina Providencia, un centro para pacientes con cáncer en el que vivía, mientras celebraba la misa. Ya unos días antes habían intentado acabar con él, colocando un explosivo cuando el arzobispo de San Salvador iba a celebrar un funeral. A esa sangre de las víctimas se unió la de Romero.
Óscar Arnulfo Romero Galdámez nació el 15 de agosto de 1917, en Ciudad Barrios en el departamento de Sam Miguel (El Salvador). Fue un niño de salud frágil y piadoso. Por eso con 13 años entró en el seminario, regentado por los claretianos y con algunos directores del Opus Dei, y sería, con 20 años, enviado a Roma a estudiar en la Gregoriana –entre sus profesores estaba Giovanni Batista Montini, Pablo VI–.
De vuelta a El Salvador, como sacerdote fue secretario de obispos, hasta que él mismo, en 1974, fue nombrado obispo. Tras unos años en una pequeña diócesis, llegará a la capital –donde ya había estado como auxiliar– como arzobispo en 1977, hecho que coincidió con unas elecciones presidenciales sospechosas de fraude. La represión de sacerdotes que se pusieron de parte de los reprimidos campesinos del país y el asesinado de uno de sus amigos sacerdotes, el jesuita Rutilio Grande, acabaron con el perfil bajo.
La satisfacción de los grupos más conservadores con el obispo Romero se fue transformando en auténtica ira a medida que el discurso del prelado se iba volviendo más profético. Con Rutilio Grande fueron asesinados dos campesinos que formaban parte de las comunidades eclesiales de base que trabajan de organizar y formar a los pobres agriculturas de las zonas rurales.
La resistencia al arzobispo la encontró desde este mismo momento por parte de gente de la Iglesia. Tras estas muertes convocó una misa con todo el clero en la catedral mostró de forma visible y clara que haría frente las persecuciones del Ejército y el Gobierno –algo que contó con la oposición del Nuncio y otros prelados–.
La radio fue una aliada del obispo al hacer llegar hasta los más pobres y hasta el último rincón su mensaje de condena de la violencia y la actuación de los escuadrones de la muerte.
Los campesinos eran meros instrumentos en manos del poder establecido, eran los descartados de una sociedad marcadas por guerras de poder. Así lo denunciaba el propio Romero poco antes de su muerte, en un discurso en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) al recibir el doctorado ‘honoris causa’: “Entre nosotros siguen siendo verdad las terribles palabras de los profetas de Israel. Existen entre nosotros los que venden el justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; los que amontonan violencia y despojo en sus palacios; los que aplastan a los pobres”.
Por ello defendía el necesario compromiso cristiano: “nuestra Iglesia ha sido perseguida en los tres últimos años. Pero lo más importante es observar por qué ha sido perseguida. No se ha perseguido a cualquier sacerdote ni atacado a cualquier institución. Se ha perseguido y atacado aquella parte de la Iglesia que se ha puesto del lado del pueblo pobre y ha salido en su defensa. Y de nuevo encontramos aquí la clave para comprender la persecución a la Iglesia: los pobres”.
El Salvador, hoy en situación de relativa paz desde 1992, se dispone a celebrar una gran fiesta dedicada a uno de los personajes más decisivos en la pacificación del país, el beato Óscar Romero. Y eso, en parte a pesar de los enigmas de la historia más reciente o el hecho de que aún no se haya producido ningún juicio a sus sicarios del arzobispo.
La llamada a la paz y la reconciliación uno de los aspectos que ha señalado en varias ocasiones el papa Francisco, quien ha recordado que “Monseñor Romero nos invita a la cordura y a la reflexión, al respeto a la vida y a la concordia. Es necesario renunciar a ‘la violencia de la espada, la del odio’, y vivir la ‘violencia del amor’”.
La fuerza el martirio resuelve algunos escollos del diálogo ecuménico e interreligioso. Así lo ha mostrado el Papa en sus encuentros con los líderes de las diferentes iglesias y confesiones.
Además de los reconocimientos civiles, la fortaleza del mensaje de Romero ha sido ensalzado por diferentes iglesias luteranas. Uno de los homenajes más significativos viene de la Iglesia anglicana que lo ha incluido en su santoral y ha colocado su estatua, con algunos mártires del siglo XX más, en la abadía de Westminster en Londres.
Este fue el lema episcopal de monseñor Romero y está tomado precisamente de los ‘Ejercicios Espirituales’ de san Ignacio de Loyola. Una unión con la Iglesia que vivirá desde niño con las prácticas de piedad más sencillas y que con el tiempo iría modelando a través de una vida llena de sacrificios y sufrimiento.
Su “sentir la Iglesia”, sobre todo durante los años más intensos de su ministerio episcopal, se convertirá en “ser uno con la Iglesia encarnada en este pueblo que necesita la liberación”. Juan Pablo II visitó El Salvador en 1983 y, frente a la oposición del gobierno, visitó la tumba de Romero en la cripta de la catedral donde lo definió como “celoso pastor que dio la vida por su pueblo”.
Aunque el proceso hasta la canonización ha estado lleno de dificultades, pocos días después de su asesinato Pedro Casaldáliga le dedicó un poema que se ha hecho famoso: “San Romero de América”. “Y es que así lo vio el pueblo desde el principio”, resalta el teólogo Jon Sobrino. “Sin mucha ciencia ni derecho canónico, pero con un gran ‘sensus fidei’, con el sentido innato que discierne entre lo bueno y lo malo, la auténtico y lo falaz, que discierne sobre todo la presencia de Dios en nuestro mundo, enseguida llamó a Monseñor Romero profeta, pastor y mártir”, recalca.
Monseñor Romero dirigió la archidiócesis de la capital salvadoreña durante apenas 3 años. Muchos en todos el mundo vieron en su ministerio no solo un compromiso evangélicos, sino que pasó a representar un vivo ejemplo de defensa de los valores humanos más nobles: la justicia, la paz, la solidaridad, la defensa de las víctimas o la lucha contra la corrupción.
Su denuncia del poder político le ha hecho referente no solo para la Teología de la Liberación o para el movimiento indigenista, sino que sigue siendo válida para quienes defienden un mundo sin corrupción, sin desigualdades sociales o alejado de las pretensiones del militarismo.
Francisco es muy consciente del intrincado camino desde el asesinato del cuarto arzobispo de San Salvador hasta este reconocimiento como santo. Por eso ha afirmado que su martirio “fue también posterior porque una vez muerto –yo era sacerdote joven y fui testigo de eso– fue difamado, calumniado, ensuciado. Su martirio se continuó incluso por hermanos suyos en el sacerdocio y en el episcopado”.
La fuerza malvada de las habladurías, tantas veces condenada por Francisco, también se aplica a Romero: “No hablo de oídas, he escuchado esas cosas, o sea que es lindo verlo también así, un hombre que sigue siendo mártir, bueno ahora ya creo que casi ninguno se atreva, pero que después de haber dado su vida siguió dándola dejándose azotar por todas esas incomprensiones y calumnias”, decía poco antes de la beatificación.