Tras una campaña marcada por la polarización y discursos incitando al odio, la elección del candidato de la ultraderecha Jair Messias Bolsonaro como presidente de Brasil, el 28 de octubre, marca el inicio de una nueva era para el ‘gigante latinoamericano’. Con una ventaja de prácticamente diez puntos (55,1% sobre 44,9%), el diputado y excapitán del ejército de 63 años, del Partido Social Liberal (PSL), se impuso en las urnas a Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores del expresidente Lula da Silva, recluido en una celda en Curitiba desde abril.
Ni el prudente llamamiento de la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (CNBB) a “deponer las armas del odio y la venganza que ponen en riesgo las bases democráticas de la sociedad brasileña”, ni las advertencias de las pastorales sociales sobre el “peligro real” de un proyecto que atenta contra la justicia social y los derechos de las mayorías empobrecidas, fueron suficientes para evitar que un nostálgico de la dictadura (1965-1985) llegara al Palacio de Planalto.
“Bolsonaro tiene un discurso racista, predica la discriminación contra las poblaciones negras, contra las mujeres, y quiere suprimir la demarcación de las tierras indígenas en la Amazonía”, había denunciado el obispo de Ruy Barbosa y presidente de la Comisión Pastoral de la Tierra, André de Witte. No ha sido casual, pues, que el candidato del PSL se haya ensañado con la CNBB y el Consejo Indigenista Misionero (CIMI), antes de los comicios, descalificándolos como “la parte podrida de la Iglesia católica”, según se apreció en un vídeo que se viralizó por las redes sociales.
Ante este nuevo escenario, el arzobispo de Porto Velho y presidente del CIMI, Roque Paloschi, ha manifestado a Vida Nueva que “nuestra preocupación como Iglesia es la deconstrucción de los derechos constitucionales y, sobre todo, el derecho a la vida, la tierra y las políticas públicas que garanticen la integridad de todo ser humano”.
César Braga de Paula, sacerdote de la Diócesis de Londrina, en declaraciones a esta revista, reconoce que “después de las elecciones vivimos un tiempo de incertidumbre, no se puede precisar cuál será el camino”. De ahí que el reto de la Iglesia es “superar cualquier intolerancia civil o religiosa, fijar la mirada en los más pobres y asumir la cultura del encuentro como brújula para la evangelización”.