‘El Rastro. Historia, teoría y práctica’ (Destino) es el último ensayo de Andrés Trapiello, construido a partir de experiencias dominicales de 40 años de historia. Un libro que habla de lo que se resiste a desaparecer y del poder de atracción de lo viejo. El leonés, Premio Nadal por ‘Los amigos del crimen perfecto’, destaca la generosidad del legendario mercado, en el que todo el mundo miente, pero nadie se engaña. Allí quedamos con él, una soleada mañana de domingo, rodeados de otras 100.000 personas que pasean con una sonrisa.
PREGUNTA.- Dice que “el Rastro habla de lo que se resiste a desaparecer”… ¿Qué es lo que más abunda?
RESPUESTA.- Lo que menos quiere desaparecer es la memoria, cualquier tipo de memoria. Algunos papeles, fotos de familia. Nadie rompe postales… ni cualquier objeto que sea susceptible de cierta belleza, aunque sea muy humilde. Y se produce una cosa: el respeto por el que tanto los rastreros como los visitantes contemplamos las cosas. Somos conscientes de que eso que está en una acera, tirado, un día podría ser lo nuestro. Eso hace que todo el mundo mire con cariño y cuidado.
P.- En un mundo a golpe de ‘like’, vertiginoso, ¿qué perfil de persona se siente atraída por lo ‘viejo’?
R.- Creo que todo el mundo. Al Rastro vamos porque tenemos pendiente un reencuentro con el pasado, la infancia, y en mayor medida con la historia. Por eso vamos con actitud especial. La esperanza de encontrar algo que nos apele de una manera íntima. Alguien que busca la cartilla escolar, el juguete que tuvo o aquella ropa que te recuerda a tu madre… Aunque no compres, todos nos llevamos del Rastro una memoria resucitada. Alguien tituló en un periódico: “En el Rastro, todos los domingos son de resurrección”, y creo que es muy acertado.
P.- Y usted, ¿qué es lo más curioso, raro o emotivo que se ha encontrado?
R.- Lo más raro fue hace dos años que encontramos parte de la biblioteca de Ramón y Cajal tirada en el suelo, con sus objetos personales, sus sábanas, su ropa, sus retratos… Fue una impresión tremenda. Como encontrarte en Francia las pertenencias de Madame Curie. Y la más extravagante: la taza de un retrete con un boquete como si hubiera entrado un obús. Entre lo uno y lo otro hay infinidad de gradaciones en las que todo es raro y todo es normal.