Fruto de la dilatada experiencia pedagógica del autor y de algunas sesiones de formación, tanto con profesores como con padres, ha visto la luz ‘Capaces de enseñar, dispuestos a aprender’ (Mensajero), unas páginas en las que Andrés García Inda comparte sus propuestas e intuiciones para “educar mejor”. Una invitación a que todos los miembros de la comunidad educativa reflexionen en clave ignaciana –“aunando la ética y la psicología”– sobre la actitudes necesarias para hacer de la educación una “cuestión moral”: que no “desmoralice”, sino que motive a cuantos intervienen en ella. Porque su éxito, asegura, “depende de que seamos conscientes de que es tarea de todos”.
PREGUNTA.- ¿Cómo se educa para el asombro?
RESPUESTA.- Según lo que yo he visto y aprendido con otros, entre otras cosas, con sencillez, confianza, paciencia y profundidad. No se trata de epatar al alumno o buscar permanentemente la sorpresa, de entretener o pensar que el aprendizaje siempre es fácil y divertido, sino de cultivar o favorecer la atención necesaria para que ese aprendizaje se produzca.
P.- ¿Qué resulta más decisivo para un educador: ser capaz de enseñar o estar dispuesto a aprender?
R.- No hay lo uno sin lo otro. Para ser capaces de enseñar, necesitamos una buena provisión de conocimientos en permanente actualización (nadie puede enseñar matemáticas o historia si no conoce en profundidad las matemáticas o la historia) de habilidades (para comunicar, para relacionarnos, etc.) y de disposiciones o actitudes. El libro trata sobre esto último, lo que en términos clásicos llamaríamos virtudes: aquellas disposiciones personales que nos dan fuerza para hacer las cosas y para hacerlas bien; es decir, para educar mejor. Con otras palabras, el libro trata de la educación como una cuestión moral, pero moral no en su significado normativo, en términos de deberes y obligaciones, sino como cuando decimos que alguien está “desmoralizado”, lo que tiene que ver con la motivación y el sentido que damos a lo que hacemos.
P.- Sencillez, confianza, paciencia y profundidad son las virtudes que usted reclama para un verdadero proceso educativo. ¿Cómo se cultivan estos valores en la sociedad de las prisas, la sospecha, la ostentación y la superficialidad?
R.- Yo no tengo la fórmula definitiva, y no creo que la haya. Pero el primer paso siempre consiste en tomar conciencia de dónde estamos y cuáles son nuestros desafíos, y el libro lo que intenta es ayudar a reflexionar para que cualquier educador (ya sea docente, padre o madre, etc.) pueda hacerse algunas preguntas a ese respecto. Como en aquel chiste con el que el escritor David Foster Wallace comienza su discurso ‘Esto es agua’: dos peces jóvenes se encuentran con otro mayor nadando en dirección contraria. El pez mayor los saluda preguntándoles: “¿Cómo está el agua, chicos?”. Mientras siguen su camino, uno de los peces jóvenes mira al otro y le pregunta: “¿Qué carajo es el agua?”. Bueno, pues quizá el primer paso consiste en tomar conciencia, como decía Foster Wallace, de que “esto es agua”.
P.- ¿Qué puede enseñarnos hoy la pedagogía ignaciana?
R.- El libro está escrito desde la perspectiva de la espiritualidad y la pedagogía ignacianas, pero entendiendo esta más como una búsqueda permanente que como una respuesta definitiva. La pedagogía, como disciplina, es el resultado de aunar la ética y la psicología. Y ahí la tradición de la espiritualidad ignaciana tiene mucho que aportar. De hecho, los ‘Ejercicios’ de san Ignacio son una propuesta (nacida de su propia experiencia) de aprendizaje. Por ejemplo, hay tres grandes ideas que yo he aprendido en esa tradición y que tienen que ver con el reto moral de la educación. En primer lugar, que a veces confundimos la motivación con las “ganas” de hacer algo, pero la verdadera motivación es la que tiene que ver con el compromiso, que nos lleva a hacer las cosas incluso cuando no tenemos ganas. La segunda, que la verdadera motivación o es intrínseca o no es tal motivación. El compromiso no es una cuestión de incentivos externos, sino que tiene que ver con nuestro manantial o “pozo interior”. Y la tercera, que hay que aspirar a lo más, a lo mejor, a la excelencia, ir a lo profundo. La espiritualidad ignaciana es un camino para alimentar y beber de ese “pozo interior”.
P.- ¿Por qué decide uno dedicarse a la enseñanza?
R.- Más importante que el “por qué” es el “para qué” (¡y el para quién!). Y yo diría que para acompañar y ayudar al desarrollo de la persona en todas sus dimensiones.
P.- Educadores, padres, alumnos universitarios… ¿A quiénes puede ayudar más y mejor este libro suyo, fruto de la experiencia?
R.- En el origen de este libro están algunas sesiones de formación tanto con educadores como con padres. Y está escrito con la intención de que pueda servir a todos los educadores (actuales o potenciales). De hecho, en buena medida el éxito de la educación depende de que seamos conscientes de que es tarea de todos.