La heroína ha vuelto. Los datos oficiales no lo reflejan todavía, pero, en ciertos barrios de las grandes ciudades o en poblados chabolistas, los vecinos alertan de que está creciendo, otra vez, el consumo de la droga que hizo estragos en los años 80. ¿Estamos ante un fenómeno preocupante? Pasado el momento de devastación ochentero, cuando ‘el caballo’ –otros le llaman ‘colacao’, ‘jamaro’ o ‘jako’– se llevó consigo miles de muertos, su alcance refleja una caída paulatina desde los 90: en 1995, un 0,8% de la población la había probado al menos una vez; en 2005, el porcentaje estaba en el 0,7%; y en 2015, en el 0,6%, según la Encuesta sobre Alcohol y Drogas que, elaborada por el Ministerio de Sanidad, radiografía cada diez años el impacto del consumo de estas sustancias en la sociedad.
Siendo este dato global positivo, el temor vendría en estos dos últimos años cuando se coge la lupa y se concreta la mirada. Pero, eso sí, atrás ha quedado la imagen del yonki con la jeringuilla para dar paso a un toxicómano más sofisticado, que la inhala por un canutillo o la esnifa. Combinado con antidepresivos como Trankimazin o Tranxilium se puede multiplicar su efecto. La reacción se demora algo más que por vía intravenosa, sin embargo, evade los efectos secundarios, sobre todo, se elimina el riesgo del contagio del VIH. A la heroína no se llega de cero, sino a través de la cocaína o el speed, pero bastan tres semanas de consumo para hacer un trasvase completo y que el enganche sea permanente. Además, su precio ha bajado. Un gramo se consigue por 40 euros, mientras que la cocaína no baja de 50.
Así lo constatan en las barriadas de los grandes núcleos de población de nuestro país. Véase en el madrileño Vallecas, en las tres mil viviendas de Sevilla, en San Francisco (Bilbao) o en la Sagrada Familia coruñesa. También en Castilla-La Mancha, donde hay un repunte de los casos atendidos por Proyecto Hombre. Se trata de consumidores que lo mismo rondan los 20 años que los 40 y mezclan heroína y cocaína, lo que se conoce como rebujao. Esta misma preocupación comparte el sacerdote Bartomeu Català, fundador y presidente de la entidad en Baleares, que alerta de una fuerte campaña “por volver a introducir la heroína”, como sucede en EE UU, donde hablan de pandemia.
Termómetro para calibrar el alcance del fenómeno es El Raval, marcado históricamente por su carácter luchador frente a las numerosas problemáticas que debe afrontar una población que en buena parte está inserta en la exclusión social. No resulta gratuito que en 2017 la policía española lograra marcas históricas de incautaciones de heroína –461 kilos, un 80% más que en 2016– y que Barcelona sea la urbe que lidera el ranking de decomisos en nuestro país. A primeros de noviembre, los Mossos d’Esquadra detenían, junto a otro medio centenar de personas, a ‘El Belleza’, apodo tras el que se escondía el cabecilla de una organización que controlaba 26 pisos en el barrio donde se vendía y consumía heroína y cocaína. El medio centenar de narcopisos que continúan abiertos en el barrio son la alternativa a los tradicionales supermercados de la droga, hasta ahora situados en las periferias de las ciudades.
En este contexto se enmarca Braval, iniciativa del Opus Dei que lleva 20 años apostando por los más jóvenes del barrio, ofreciéndoles en su centro un día a día motivador e interpelante a través del deporte, la formación extraescolar y el acompañamiento personal. Su presidente, Josep Masabeu, observa que el “deterioro” de la situación es cada vez más visible. Entendiendo que “todos queremos arreglarlo”, Masabeu llama a “tomar las medidas que nos sean posibles, cada uno en su ámbito”. “En nuestro caso –señala–, haciendo que se diviertan, se fortalezcan y se desarrollen físicamente con el fútbol y el baloncesto, fomentando además la integración al mezclarlos entre sus numerosas nacionalidades. El mismo esfuerzo que ponemos ayudándoles en las clases, animándoles a que sigan estudiando y a que puedan encontrar un trabajo”.
En Madrid se repite el mismo esquema que en Barcelona, siendo Vallecas el epicentro de este gran mercado de la droga. En calles del histórico barrio obrero de la capital, como la de San Diego, se acumulan narcopisos en los que se corta y se vende heroína a un precio bajísimo. Son viviendas en las que el ajetreo se mantiene durante las 24 horas del día y donde muchas veces los vecinos tienen miedo a salir de su propia casa. También en la iglesia de San Carlos Borromeo se percibe el regreso de la heroína y aquellas mujeres valientes que en los 80 fundaron la plataforma Madres Unidas contra la Droga en torno a la parroquia, hoy con más canas, pero la misma determinación, confirman que el caballo cabalga de nuevo.
Quien conoce en parte esta realidad es María (pide no dar sus apellidos), enfermera en un centro médico vallecano. Ella lamenta que “hay menos mujeres, pero son las que están más deterioradas, más estropeadas físicamente, aunque se puede decir que la gran mayoría, hombres y mujeres, son personas rotas”. Hay quien se dedica a la mendicidad, ganando unos 100 euros diarios, para luego, en una sola noche, gastarse 1.000 o 2.000 euros en droga… Y es que, “si hay algo clave en la droga, es la mentira. La mentira y la soledad, porque hablamos de personas que no tienen amigos, que se han pasado el fin de semana entero llorando o que hablan solas, perdiendo al final toda capacidad de asumir responsabilidades y decidir sobre su vida”.
Aunque, frente a todo ello, como destaca María, “también hay pequeños rayos de luz, como las personas que llevan 30 años consumiendo y aun así se agarran con todas sus fuerzas a la vida. Con ellos he comprobado lo mucho que hacen pequeños gestos como llamarles por su nombre, tratarles con cariño y respeto o, simplemente, escucharles con atención. Son gente muy agradecida con la que no dejo de aprender”.
También es muy enriquecedora la visión del sacerdote madrileño Agustín Rodríguez Teso, responsable desde 2007 de la parroquia Santo Domingo de la Calzada, ubicada en la propia Cañada Real desde 1953, cuando aquello era realmente una zona de paso de ganado. Este párroco (cuya activa labor en contextos de exclusión ha sido reconocida por la Comunidad de Madrid, que este año le hizo entrega de una de sus Medallas de Oro) llegó aquí tras muchos años acompañando a personas dañadas por la droga en distintos destinos de la diócesis. Fruto de su experiencia, pasada y actual, observa que “estamos en un momento de cambios e incertidumbre. No estamos como en los duros años 80, ni mucho menos, pero sí es cierto que puede haber un repunte del consumo en barrios como el de San Fermín, donde también estoy presente”.
“En cuanto a la venta –sostiene–, siempre ha habido puntos de concentración que, por decirlo así, a la policía le favorecía a la hora de tenerlos más controlados que si estaban más desorganizados y deslocalizados. Aunque, pasa el tiempo, y en cada ámbito llega un momento de deterioro en el que eso no se puede sostener, optándose por su desmantelamiento. Así, lo que antes fue La Rosilla o Barranquillas, en estos años lo ha sido la Cañada Real. Pero ahora las autoridades se han comprometido a disolverlo y la presión está siendo enorme. Para ello, han de hacer frente a los traficantes allí instalados, que defienden con mucha beligerancia que de aquí no se quieren mover, pues es un buen sitio para ellos desde un punto de vista estratégico; lo suficientemente lejos del centro y, a la vez, al lado de Madrid, teniendo además la ventaja, por la disposición lineal de los asentamientos, de que facilita la huida ante una posible redada policial”.
Aunque Rodríguez Teso ensalza una noticia positiva. A diferencia de lo que ocurre en El Raval de Barcelona, “en Puente de Vallecas se ha acabado en buena parte con los narcopisos que tanto se habían extendido en los últimos tiempos”. Una acción en la que, como se ha felicitado el concejal vallecano, Paco Pérez, se debió en buena parte gracias a la movilización del vecindario, que convocaba periódicamente caceroladas de protesta, y por la actuación de la Justicia, poniendo en marcha desalojos de viviendas detectadas como puntos de tráfico.
Una situación diferente, aunque complementaria a la hora de dibujar el panorama en Madrid, es la que se vive en otro punto de Vallecas, en el barrio de La Uva. Quien conoce perfectamente lo que allí ocurre es el sacerdote Gonzalo Ruipérez, que lleva muchos años al frente de la parroquia local. Comparte la visión de su compañero en La Cañada, advirtiendo del “riesgo de la dispersión que puede provocar el desmantelamiento de ese punto neurálgico, puesto que, por desgracia, la realidad es que el negocio de la droga no va a desaparecer… Y a algún sitio tendrá que desplazarse ese triste mercado”.
Así, percibe que “el camino natural, aunque no deseable, es que ese nuevo destino sea La Uva. De hecho, cuando, hace 30 años, aquí se derribaron los poblados y se resituó a la gente en pisos, muchos de los que en su día se fueron lo hicieron a La Cañada, manteniendo el contacto con el que es su barrio, donde viven sus abuelos, sus padres o sus amigos de toda la vida”. De este modo, “este fuerte sentimiento de pueblo, y mucho más cuando hablamos de un barrio periférico de una gran ciudad, es el que aquí marca toda la vida, para bien y para mal. Porque lo que todos los vecinos tienen claro, incluso los que son ajenos totalmente a ese submundo de la droga, es que ‘lo que ocurre en La Uva se queda en La Uva’. Es decir, que nadie va a levantar la voz para denunciar nada, puesto que estaría señalando al hijo de o al nieto de”.
Pero, ¿qué pasaría si la intensidad del comercio y el consumo de droga que hay en La Cañada se traslada de un modo directo y definitivo a La Uva? “Eso ya sí que sería una catástrofe, absolutamente, porque, además, eso ya estaría protagonizado por gente extraña al barrio, ajena a los vecinos de toda la vida, con lo que se rompería ese equilibrio, si cabe, hasta familiar. Y, si llegara el caso de que encima pusieran en peligro a los niños de menos de 12 años, sin duda, habría una reacción fuerte por parte de la gente, movilizándose como lo han hecho los de Puente de Vallecas”.
Aunque el sacerdote de La Uva prefiere ni imaginar lo que podría pasar, llegado el caso de que esta realidad se concretase, tiene una certeza: “La parroquia lideraría a la gente del barrio para hacer valer sus reclamaciones. Es cierto que en los últimos años se ha perdido esta voz crítica colectiva que antes representaban los sindicatos o las organizaciones vecinales, pero, por el prestigio del que goza la comunidad cristiana entre la gente, podría desarrollar perfectamente esa función de altavoz. Y lo haría con todas sus fuerzas, sobre todo con nuestros jóvenes, que darían la cara en una lucha tan terrible y cuyo reverso, desde hace muchos años, conocen perfectamente”. Porque, desgraciadamente, la heroína nunca se fue, sino que acampa entre nosotros.