Despierta la selva, se apaga la algarabía nocturna de grillos y ranas y la neblina se deshilacha entre la fronda impenetrable, dejando paso al río. Ahí sigue el Morona. El suyo es un continuo fluir que riega los márgenes de este confín de la Amazonía peruana, en el Departamento de Loreto, uno de los más grandes del país. Este afluente del Marañón no tiene prisa. Discurre al ritmo de la vida, o la vida, aquí, se acompasa al ritmo del río. Por eso ahora hay tanta inquietud en sus orillas, que acogen a más de un millón de personas de diversos grupos indígenas y campesinos. Son los ribereños.
En 2016, cinco derrames del oleoducto que la empresa estatal Petroperú construyó en 1974, rasgando con una cicatriz gris la saturación de verdes de uno de los lugares con mayor biodiversidad del planeta, contaminó sus aguas, rompiendo el ciclo vital de casi 6.000 personas pertenecientes a 29 comunidades –otro ejemplo de biodiversidad étnica– que ya no beben, pescan, lavan o juegan en ellas. Miles de hectáreas donde cultivaban para el autoconsumo se han visto también afectadas. Han pasado dos años y se quejan, en vano, de que la petrolera no ha cumplido sus promesas de ayuda para paliar el destrozo.
La hermana Lucero Guillén baja las empinadas escaleras del embarcadero de Puerto América y entra en una estrecha deslizadora de pasajeros que la llevará, junto a otros miembros de la Pastoral de la Tierra del Vicariato Apostólico de Yurimaguas y de Cáritas Española, a visitar algunas de las poblaciones más afectadas: Puerto Alegría, Tierra Blanca, Barranca, Mayuriaga… Ya estuvieron cuando los vertidos repartiendo alimentos y otros materiales de primera necesidad.
En uno de los asientos de proa, una mujer de mediana edad se arrebuja en un mantón en cuanto la embarcación se pone en marcha y el aire húmedo del amanecer entra por los muchos resquicios del toldo que hace de techo. Va a Puerto Alegría. A sus pies, un enorme coche de juguete que alguien le ha encargado. La ilusión también viaja por el río y ya tiene ganas de entregar el pedido y abrazar a su única hija, que trabaja allí. Y, como ratificando la conversación de los miembros de la Pastoral de la Tierra, que, unos asientos más atrás, preparan la jornada de encuentros con las comunidades, afirma a su desconocido vecino que “río arriba, en la Quebrada de Cashacaño, la semana pasada, tras la crecida de las aguas por las lluvias, afloró el petróleo que sigue depositado en el fondo”.
Esta una de las razones por las que, en noviembre pasado, la Pastoral de la Tierra y Cáritas Española, que llevan luchando para que la empresa cumpla los acuerdos a los que llegó con las poblaciones afectadas y arregle un oleoducto que se ha quedado obsoleto, regresó para inspeccionar la zona y escuchar a sus pobladores. No se equivocaban la pasajera ni la hermana Lucero, misionera de Jesús, y quien coordina desde hace seis años esta Pastoral de la Tierra (PT). Varias horas después, tras cambiar la deslizadora por un frágil peque-peque –que hay que ir achicando cada diez minutos– y dejar el Morona para remontar un pequeño afluente que riega un paisaje de bosque primario, se llega a la Quebrada.
Esta la zona cero de uno de los vertidos, de los once que hubo en 2016 en la cuenca amazónica del norte del Perú, una pequeña parte de una riquísima extensión de selva virgen con un tamaño equivalente a 14 españas y que tiene frontera con nueve países. Petroperú les aseguró que la Quebrada ya había sido limpiada por una empresa contratada para esa labor pero, al poco tiempo, río arriba, varados entre la maleza de la orilla, aparecen unos sacos llenos de crudo. Castinaldo Núñez, mientras forcejea para subirlos a bordo y llevarlos luego a la barcaza que sigue, cerca de Tierra Blanca, almacenando los residuos, aclara el hallazgo: algunas de la pequeñas barcas que, en los accesos más difíciles, tenían que transportar los materiales contaminados, se hundieron.
“Petroperú dice que el río está limpio, pero el oleoducto sigue siendo nuestro principal problema”, dice este joven ribereño, que colabora con la PT y su programa de diversificación de cultivos, y es promotor de derechos humanos entre las comunidades gracias a un curso de formación de líderes que impulsa Cáritas en el Vicariato de Jaén, en el que está implicada la Red Eclesial PanAmazónica (REPAM). “Queremos que el Estado y Petroperú respeten los territorios de las comunidades y los acuerdos a los que llegaron con ellas”, añade.
Castinaldo vio cómo el crudo descendía por el Morona y llegaba a su comunidad, en Puerto América, hasta desembocar finalmente en el Marañón, uno de los principales afluentes del Amazonas. Reconoce que, a pesar de la contaminación, hay gente que sigue pescando “por necesidad”, porque el pescado que llega a algunas poblaciones, y que no está contaminado, ha triplicado su precio. “Petroperú se comprometió a construir piscigranjas y pozos de agua potable, pero no ha hecho nada. Y el Gobierno tampoco se ha interesado por nuestra situación. Nadie ha venido a estas comunidades a ofrecer alternativas. Pedimos que las instituciones nos informen transparentemente. Nos sentimos engañados, burlados y sin que se tengan en cuenta nuestros derechos”.
Algunos de los que se han atrevido a ir a reclamar se han encontrado con una denuncia. Lo sabe bien el centenar de habitantes de Tierra Blanca, la primera comunidad afectada por los vertidos en esta zona. “Petroperú nos acusa de sabotear el oleoducto y ser los causantes de los vertidos. No es cierto. ¿Para qué querríamos hacer eso? Mi tío está denunciado por haber ido a reclamar una solución ante nuestros dirigentes”, afirma Guillermo Tello Pereira, de 34 años y padre de tres hijos. A su lado está Angie, la mediana, de 9 años. Dice que quiere estudiar y ser abogada “para defender a mi comunidad”. Ya no se baña en el río. “Ni siquiera tenemos un botiquín para primeros auxilios. Y ahora, sin el pescado del río, apenitas se come. Si no fuese por Cáritas, no sé qué sería de nosotros”, se lamenta el padre.
“En cuestión sanitaria, estamos recontraolvidados, mucho peor que olvidados por todas las autoridades”, asegura sin disimular su indignación Otto Torres Chumbre, enfermero del puesto de salud de Puerto América. “Nos faltan medicamentos, nos envían cada dos o tres meses un suero para cada puesto de salud que hay en esta zona hasta la frontera con Ecuador. No podemos brindar una adecuada atención sanitaria a los pacientes. A veces mueren personas por falta de recursos. Hace poco falleció un chiquillo por la picadura de un alacrán. No se llegó a tiempo y no pudimos hacer nada. Por eso pedimos que nos envíen medicamentos cada mes y tener un equipo quirúrgico. Desde los vertidos, la cuestión se ha complicado y la gente acude con enfermedades diarreicas, dolores de cabeza y afecciones respiratorias”.
Los niños son uno de los colectivos más afectados. Lo ha notado también Nancy Vargas, la profesora de los 14 alumnos que hay escolarizados en Tierra Blanca. “Al no alimentarse bien, ha habido un bajón académico”. También allí tuvieron que dejar de comer pescado, que tienen al alcance de su mano. Podrían lanzar las redes desde las ventanas de sus humildes cabañas. “El primer año, Petroperú daba arroz, leche, menestra y fideos. Ahora, como dicen que ya no hay contaminación, se acabaron esos alimentos y la gente vuelve a comer el pescado de la zona. Pero la contaminación sigue…”, añade.
Jaime Juan Segura es el abogado de la PT, es decir, casi de las causas perdidas de las comunidades campesinas e indígenas del Vicariato. Que cada vez son menos perdidas, pues, desde la recóndita Yurimaguas, el joven letrado pleitea hasta con el mismísimo Estado peruano y su todopoderosa Petroperú, asentada en la distante Lima. Él lleva la causa contra la petrolera. En Barranca, donde estalló el oleoducto en un tramo subterráneo –que acabó aflorando y matando animales y cultivos–, la justicia falló contra la empresa y le impuso de multa el equivalente a 30.000 euros. Pero sus cerca de 500 habitantes aún esperan que alguien suba la empinada cuesta de acceso a su aldea y, en la casa comunal, les diga cómo les van a ayudar a ellos.
Pero Segura no se desanima. Espera respuesta a su demanda contra la petrolera. Está convencido de que “hay responsabilidad administrativa, pues ha habido daños contra la fauna, la flora y la vida de las personas”. No se refiere ya a quienes viven en el entorno, “que también sufren la contaminación”, sino a los trabajadores que la empresa contrató en las comunidades afectadas para recoger el petróleo. “Dos de ellos fallecieron. La aseguradora dice que por causas naturales, del corazón. Pero no ha habido autopsia y los análisis médicos realizados dicen que son confidenciales…”, subraya. En este contexto, los awajún, los wampix, los quechuas, los quichapa, los shuar… aún resisten en el corazón de la Amazonía, cuidando –si les dejan– para que siga latiendo para todos.