Como psicólogo clínico, especialista en psicoterapia, en psicopatología y salud o en cuidados paliativos multidisciplinares, Víctor Manuel Cabanillas lleva muchos años ayudando a superar los miedos y vacíos que afloran en el encuentro con la muerte. Una dilatada experiencia profesional que ha volcado en su último libro, ‘Morir hoy: la muerte desterrada’ (Desclée De Brouwer), una invitación a que cada “sanador herido” se reconcilie con su propio dolor antes de acompañar y confortar al otro en su tránsito hacia el ineludible desenlace.
PREGUNTA.- Nos empeñamos en aprender a vivir, pero ¿cómo se aprende a morir?
RESPUESTA.- Se aprende a morir aprendiendo a vivir. La vida y la muerte están unidas en una misma dimensión, separadas por nuestra encarnación. Lo que ocurre es que realmente no sabemos en qué consiste la vida, perdimos la conciencia de los parámetros que la dan sentido. Huimos de nosotros mismos y de nuestra naturaleza trascendente. Generando una idea irracional de inmortalidad, huimos de la incertidumbre y de nuestra profunda condición de seres vulnerables. Sin el encuentro con nuestra condición mendicante, caemos en una profunda soledad interior que nos aparta de la vida.
P.- ¿Por qué la sociedad actual “destierra” con tanta ligereza la muerte?: ¿porque no vende?, ¿por ignorancia?, ¿por temor?…
R.- En una cultura predominantemente narcisista, donde el hedonismo y el individualismo se convierten en valores centrales, la frustración, la incertidumbre y la aceptación de los limites son rechazadas. La muerte nos confronta con nuestra mortalidad. De tal manera que tratamos de huir de ella fóbicamente, a través de la banalización de nuestra vida y de la sobrevaloración de los avances tecnológicos, que terminan por hacernos creer en nuestra inmortalidad. Evitamos la angustia y el desamparo que nos genera nuestra temporalidad ante el hecho de estar de paso por la vida.
El “sanador herido”
P.- ¿Cómo se prepara un profesional de la salud como usted para ayudar a un paciente en su ineludible encuentro con la muerte?
R.- Los profesionales que abordan la muerte disponen de distintos medios: seminarios, talleres, grupos de encuentro… Yo planteo la tesis que viene enmarcada en la figura del “sanador herido”. Si la muerte nos confronta con nuestra humanidad, con nuestra temporalidad, con los limites inherentes a nuestra naturaleza, la preparación tiene que ir encaminada a bucear en nuestras sombras interiores, en nuestras heridas profundas. En todos aquellos aspectos que nos apartan de la compasión y el perdón. Esa vía de autoconocimiento la encontré en el análisis personal y/o psicoterapia.
P.- ¿Resulta más difícil acompañar que sanar cuando se vislumbra la proximidad de la muerte?
R.- Acompañar ante la proximidad de la muerte es dignificar el camino del que va a morir, atendiendo no solo al sufrimiento físico, sino también al psíquico, al social y espiritual. Si uno no ha caído en la trampa de la tecno-medicina, donde la muerte es un fracaso, y puede aceptar que somos seres temporales, el acompañamiento empático e incondicional es sanador, en la medida que ayuda a la persona a ponerse en paz consigo misma, con lo que fue su vida y con los demás.
Humanizar y dignificar
P.- ¿Humanizar la salud y dignificar la vida es la mejor receta para enfrentarse a la muerte? ¿O cada cual lo hace como puede, sabe o le dejan hacerlo?
R.- Hasta no hace mucho tiempo, uno hacía lo que podía, sabía y, efectivamente, lo que le dejaban hacer. El paternalismo médico hacía de la muerte algo clandestino, sustrayendo la adultez al paciente, convertido en un niño irresponsable. Humanizar la salud y dignificar la vida supone asumir nuestra responsabilidad ante esta y prepararnos vitalmente para los aconteceres de la vida. Se humaniza la salud devolviendo la adultez a la persona del paciente y se dignifica la vida desde el encuentro compasivo con uno mismo y con los otros, así como retomando nuestra capacidad para tomar decisiones de forma autónoma.
P.- ¿En qué medida la fe, la del enfermo o la del médico, facilita el tránsito hacia la muerte?
R.- Entendiendo la fe como la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve, el tenerla dota a la persona de una calma espiritual que dará serenidad y le dispone de manera confiada para aceptar la finitud de la vida y la esperanza de una continuidad. El profesional de la salud, desde el respeto a las creencias del enfermo, transmitirá sin necesidad de palabras, en una escucha activa, una paz interior; pues él no estará debatiéndose internamente en una angustia ante la nada, que puede significar la muerte para el que no tiene ningún sentido de trascendencia.