Si de la Generación del 98 se suele aceptar que la mayoría de sus miembros eran agnósticos (a la vez que tenían una cierta fascinación a la hora de cuestionarse por Dios), de la Generación del 27 se da por hecho que su relación con la trascendencia fue bastante menos significativa. Sin embargo, basta volver la mirada a dos de sus más destacados integrantes para encontrar fogonazos de una potente espiritualidad.
Este sentir lo encarna perfectamente Federico García Lorca, siendo el poeta granadino tal vez el primero de todos los escritores de este colectivo en cuanto a capacidad de adentrarse en el alma humana. En muchas de sus obras (‘La Casa de Bernarda Alba’ es el exponente más claro) cargó contra el falso casticismo que, desde una moral vacía y caduca, enjaulaba y oprimía lo más genuinamente autentico de cada individuo.
Un Dios “pequeñito”
Pero, independietemente de esta crítica social de la que no escapaba (ni mucho menos) la Iglesia, nos encontramos en varios fragmentos lorquianos con referencias a Dios tan bellas como esta de ‘Yerma’: “Debía haber Dios, aunque fuera pequeñito, para que mandara rayos contra los hombres de simiente podrida que encharcan la alegría de los campos”.
Más allá de su obra, queda el testimonio de una carta fechada el 14 de julio de 1929, durante su experiencia en Nueva York. “He asistido –contó entonces– también a oficios religiosos de diferentes religiones. Y he salido dando vivas al portentoso, bellísimo, sin igual catolicismo español”.
“Aun el catolicismo de aquí –proseguía Lorca en su carta– es distinto. Está minado por el protestantismo y tiene esa misma frialdad. Esta mañana fui a ver una misa católica dicha por un inglés. Y ahora veo lo prodigioso que es cualquier cura andaluz diciéndola. Hay un instinto innato de la belleza en el pueblo español y una alta idea de la presencia de Dios en el templo. Ahora comprendo el espectáculo fervoroso, único en el mundo, que es una misa en España. La lentitud, la grandeza, el adorno del altar, la cordialidad en la adoración del Sacramento, el culto a la Virgen, son en España de una absoluta personalidad y de una enorme poesía y belleza”.
Mucho más que un anticlerical
Si bien Lorca jamás fue católico, ni mucho menos se puede asegurar que lo espiritual le dejara indiferente. Lo mismo se puede decir de Miguel Hernández (a quien muchos no incluyen en la Generación del 27). Se conoce mucho más su fase de adscripción al comunismo y su vehemente beligerancia contra la Iglesia institucional (que no contra el corazón de la fe, Jesús de Nazaret), pero no puede olvidarse al primer Miguel Hernández, ese joven pastor que empezaba a hacerse un nombre a través del círculo católico encabezado en Orihuale por Ramón Sijé (a quien le dedicaría su impresionante ‘Elegía’ en el momento de su temprana muerte).
En esos inicios, nos encontramos con un Miguel Hernández que describía la Eucaristía como “producto de la tierra, símbolo en el que nos unimos con lo divino”.
En el poema ‘Eclipse Celestial’ la describía, si cabe, de un modo aún más luminoso: “Una nube, redondo y puro obstáculo, / para mirarte encuentro: / sin errores de gallos, / eclipse de los cielos. / Tu luz en una umbría de blancura: / los que ven, no te vemos: / ¡mucho mejor!, a oscuras, / ¡la fe!, te ven los ciegos. (…) Enigma, enigma: ¡enigma! / descubierto, escondido. / ¡Oh sacerdote; danos, puro, Aquello, / favor de sí otorgado! / ¿Guardas, fiel, el Secreto / que mantienen tus manos?”.